Todavía hay jueces en Berlín
Qué distintos resultan los Estados de la Unión Europea en el momento de ofrecer credibilidad a largo plazo
La frase que da título a este artículo tiene un origen muy conocido y que apenas bastará con recordar. Federico el Grande de Prusia, el monarca –como nuestro Carlos III, para entendernos– del despotismo ilustrado (muy ilustrado, sí, pero también, ay, déspota) le echó el ojo a una preciosa finca de las afueras de Potsdam, a unos 30 kilómetros al oeste de Berlín, para hacerse construir su residencia, el que sería famoso palacio de Sanssouci. Sucedió que en ese lugar había desde siempre un molino, cuyo ruido no le era agradable al soberano. Al propietario se le dio orden de irse, pero, lejos de amilanarse, acudió a los tribunales. Y –ahí está lo mejor de todo– acabó derrotando al poderoso.
“Todavía hay jueces en Berlín” es un grito de alegría o, al menos, de alivio, que pronuncia el que inicialmente aparece como más débil cuando ve que, pese a todo (y la época del absolutismo, en pleno siglo XVIII, no era precisamente fácil: de ahí la palabra todavía), los tentáculos gubernamentales no son tan capilares como pudiera haberse pensado. Es una historia preciosa y sobre todo muy querida para los admiradores del rey prusiano, que la suelen invocar como acreditación de que aquel régimen –donde, en efecto, se supo acoger tanto a Voltaire como a los jesuitas: de sectarismos ideológicos, nada– fue mucho menos grosero de lo que pretenden los clichés al uso.
Lo sucedido en el Tribunal Constitucional Federal con su sentencia de 6 de diciembre de 2016 se parece bastante (salvadas sean todas las distancias, como es obvio) a la historia del molinero de Sanssouci. El Parlamento alemán había aprobado el 31 de julio de 2011, a rebufo del accidente de Fukushima, una ley que, de la noche a la mañana, y contradiciendo de manera frontal lo que él mismo había aprobado un año antes, puso fecha al cierre de las 17 centrales nucleares existentes en el país. Siete de ellas, además, con carácter inmediato. Y la última, en el año 2022.
Fue la famosa Energiewende, que podemos traducir como transición energética, esto es, el cambio hacia un modelo de producción eléctrica en el que la de origen nuclear –con una cobertura de demanda de más del 30%– pura y simplemente dejará de existir. Todo muy bonito y muy ecologista.
"Quienes han invertido o invierten en el sector energético en Alemania, no tendrán que poner los ojos en los tribunales arbitrales internacionales como remedio al calibrar sus riesgos regulatorios"
El pequeño problema estaba en que el autor de la norma se olvidó de preguntar por los costes que, inevitablemente, tenía la medida: las empresas habían hecho inversiones (sobre todo, a partir de lo que en 2010 recibieran, lo que constituyó un auténtico espaldarazo –una prórroga de 12 años– para su actividad futura) que de súbito se quedaban en nada. Y tres de esas empresas –dos alemanas y una extranjera– pleitearon hasta llegar al Tribunal Constitucional Federal blandiendo la garantía de la propiedad del artículo 14 de la Ley Fundamental (lo equivalente al artículo 33 de nuestra Constitución, según el cual cabe, sí, expropiar, pero con el engorro de venir con indemnización). Y, al igual que el molinero de Sanssouci, han tenido éxito: se acepta, por supuesto, la legitimidad de la medida de cerrar las centrales, pero con la condición de hacerlo pagando. Como, dicho sea de paso, sucedió en España en el remoto 1984 –nuestra tradición no es tan mala– con el entonces llamado parón nuclear. Aquí no hizo falta ir a pleito porque los gobernantes de entonces empezaron aceptando –la democracia era joven y estaba menos maleada por la partitocracia– que ese tipo de cosas no son gratis. No lo deben ser.
El Tribunal Constitucional Federal no está en Berlín, sino en la histórica ciudad de Karlsruhe, en Baden, junto al Rhin, pero para el caso es lo mismo. Lo cierto es que quienes han invertido o invierten en el sector energético en Alemania (o se quiere que lo hagan en el futuro, así se trate de unas u otras tecnologías) y lo hacen con plena conciencia de que los políticos son gente de natural tornadizo, ya no tendrán que poner los ojos en los tribunales arbitrales internacionales (si es que son acaso gente foránea: los nacionales, ni eso) como único remedio a la hora de calibrar sus riesgos regulatorios.
Porque todavía hay jueces en el propio país, sea en Berlín o en Karlsruhe. Qué distintos resultan los Estados que componen la Unión Europea en el momento de ofrecer credibilidad a largo plazo. Cuánto queda por andar, Dios mío, en el camino de la integración. La convergencia no es solo una cuestión de números.
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Politécnica de Madrid y miembro de la Junta Directiva del Club Español de la Energía.