A los economistas: ni ellos son racionales ni ellas sentimentales
Katrine Marçal explica en un ensayo por qué la teoría económica es sexixta e inexacta
"Los economistas suelen bromear diciendo que si un hombre se casa con su ama de llaves, el PIB del país disminuye. Si, por el contrario, envía a su madre a una residencia de ancianos, aumenta de nuevo”. Así describe Katrine Marçal en su libro ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? (Debate) la doble vara de medir que tiene el sistema para computar o no como productivo un mismo trabajo. Porque las tareas domésticas, que durante siglos se han considerado competencia exclusiva de la mujer, no se consideran un trabajo como tal. A no ser que alguien reciba dinero a cambio de ello, como en el caso de la ama de llaves o los cuidadores del asilo.
Transmitir el carácter machista de la teoría económica fue unos de los objetivos que impulsó a Marçal (Lund, Suecia, 1983) a escribir su primera obra. “Siempre se ha considerado que el hombre trabaja por dinero, mientras que la mujer lo hace por su familia de forma desinteresada. Si eso fuera cierto, la famosa mano invisible debería acompañarse de un corazón invisible”, explica desde Londres, en conversación con CincoDías, la autora desde Londres, ciudad desde la que dirige la sección de opinión del diario sueco Aftonbladet.
El título del libro hace referencia a una de las más famosas frases del economista escocés. No era, escribió Smith, por la benevolencia del carnicero y el panadero por lo que podíamos cenar cada noche, sino porque ambos se preocupaban de su propio bienestar. Así, el ánimo de lucro hacía girar el mundo y de esta manera nació el homo economicus: cínico, frío, calculador y egoísta. Pero Smith comía gracias a que su madre, con quien vivió toda la vida, le preparaba cada comida no por egoísmo, sino por amor.
Esa es la otra idea que revuelve las tripas a Marçal, tal y como demuestra el gran desarrollo que le dedica en el libro: los postulados económicos no solo obvian la figura de la mujer en la ecuación, sino que no consiguen, ni siquiera remotamente, dar con una descripción realista de las motivaciones de los individuos. “Los sentimientos, el altruismo, la compasión y la solidaridad no forman parte de las teorías económicas estándar”, escribe. “El hombre económico es racional, egoísta y completamente separado del mundo circundante. Da igual que lo describamos como un hombre solo en una isla o como un hombre aislado de la sociedad. No hay sociedad, solo individuos”. Y mientras ellos persiguen su propio interés, a ellas se les ha asignado la tarea de cuidar de los demás, no de maximizar su propio beneficio.
“Ni somos tan egoístas ni tan racionales. Si eso fuera cierto, seríamos demasiado previsibles. La teoría económica se basa en una fantasía”, explica la escritora y periodista. El problema, añade, es que hemos basado la economía global en postulados que no se sostienen. Solo tras la crisis financiera de 2008 se ha empezado a revisar lo que antes se tenía por certezas.
Marçal recoge en su libro parte de la comparecencia del entonces presidente de la Reserva Federal de EE UU Alan Greenspan ante el Congreso en otoño de 2008, cuando la crisis ya era evidente. “¿Quiere usted decir entonces que toda su cosmovisión, su ideología, era errónea?”, le pregunta el demócrata Henry Waxman. “Esa es precisamente la razón de mi desconcierto”, responde el economista, “porque durante 40 años he reunido numerosas pruebas de que funcionaba a las mil maravillas”.
- Cuadrando un círculo
El hecho de que la teoría clásica no haya sido capaz de integrar los sentimientos en sus postulados (o haya despreciado su capacidad de movilización), no significa que no haya intentado explicar ciertos comportamientos siguiendo su propia lógica. Marçal relata cómo la escuela de Chicago trató de justificar la baja remuneración de ellas en comparación con la de ellos. La teoría de Gary Becker sobre las labores domésticas, escribe, decía que las mujeres, al llegar a casa, limpian, recogen y cuidan de los niños, mientras que los hombres descansan, leen el periódico y juegan con la descendencia. Es decir, ellas acaban más agotadas que ellos en su tiempo libre, y eso repercute luego en su trabajo. De ahí que se les pague menos que a los hombres.
Pero también decían lo contrario: la razón por la que la mujer hace más tareas domésticas que su pareja es que gana menos y, por tanto, el coste de oportunidad sería mayor si fuese el marido quien se quedase al cargo de la casa. “Son argumentos realmente ridículos”, espeta entre risas.