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Tribuna
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Ningún proceso sin un defensor

El derecho a la defensa de todo ciudadano en un proceso contiene un haz de garantías: el derecho a ser oído durante todo el procedimiento, presentar todos los medios de prueba necesarios para que se valoren en la resolución judicial, la notificación de los hechos que se imputen y, en fin, formular alegaciones, así como la asistencia letrada, bien sea de libre elección, de oficio o, en su caso, la asistencia gratuita, para llegar a un juicio justo, como dispone el artículo 17.3 de nuestra Constitución.

Es un derecho sustantivo del justiciable con la finalidad de obtener la tutela judicial efectiva, con igualdad de medios, frente a cualquier agresión, que exige el respeto en todas las situaciones y frente a cualquier amenaza por extremas que sean las causas procesales –terrorismo, violencia de género, etc.– y cualquiera que sea la condición personal del afectado. Ya el Tribunal Constitucional (sentencia 47/1991) decía que “si no se conocen los elementos objetivos concretos de los que se acusa a un imputado, difícilmente podrá este alegar en su defensa lo que resulte procedente en derecho, ni tampoco proponer los medios de prueba adecuados para desvirtuar una acusación que no conoce o solo conoce de forma genérica”.

Hay que advertir que ciertas ideologías suelen cuestionar la existencia del derecho a asistencia letrada. El abogado Jaime Mairata Laviña nos expresa muy acertadamente las veces que le han preguntado por qué acepta la defensa de un violador o de un asesino sanguinario y la contestación es que el derecho de defensa es inalienable. Cuántas veces –cuenta este extraordinario abogado– ha respondido al que pregunta: “Si a tu hijo, excelente persona, le hubieran mezclado una sustancia en su bebida en una noche de fiesta y comete un acto del que se arrepentirá toda su vida y viniera a encargarme su defensa, no entenderías mi negativa e insistirías en su derecho y en la necesidad de ser defendido”. Todos conocemos acusaciones de condena que resultan falsas o en las que no se ha tenido en cuenta cómo se produjo la acción. Todos o muchos hemos podido comprobar la situación de personas que han sufrido largos años de cárcel y, por fin, puede demostrarse su inocencia. Argumentos que se utilizan también contra la pena de muerte, que es una ejecución irreversible.

Tenemos en nuestra mente muchas películas, basadas en hechos reales que nos estremecen relatando situaciones de personas inocentes que fueron condenadas por error o por presión social, con gran dolor personal y familiar.

Recordemos el antiguo film Matar a un ruiseñor en el que una comunidad racista se empeñaba en atribuir un asesinato a un chico negro, con alto grado de incapacidad mental. Hay una obra de teatro de la escritora María Antonia Morales, que se estrenó en el Conservatorio de París allá por el año 1974, titulada Un tribunal para la inocencia, que nos presenta un relato terrible, la condena de un joven retrasado al que se imputa un asesinato para encubrir al verdadero autor del hecho. El joven se dirige al juez y le dice: “Se me condena solo porque soy tonto”.

¡Cómo es posible que alguien piense que no debe defenderse a un ciudadano porque se le crea culpable a causa de las circunstancias que rodean la acción! Tampoco hemos de olvidar el llamado crimen de Cuenca, la condena de dos campesinos que tras enormes torturas confesaron haber matado a un compañero, que volvió sano y salvo al pueblo unos años después. Se había marchado sin despedirse y ocasionó extraordinario dolor. La película sobre el suceso, dirigida por de Pilar Miró, produce gran estremecimiento.

Es necesario poder rebatir los hechos para preservar o restablecer una situación jurídica perturbada o violada tras un debate expresado ante un órgano judicial, jurisdicción imparcial que evite la indefensión, como propugna el artículo 24 de nuestra Constitución, proclama el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 y se contiene en todas las Cartas Magnas de los países civilizados y, por ello, es obligatorio valerse de un abogado para acudir a los tribunales.

No obstante, aun en los casos en que no sea imprescindible su intervención, siempre resultará aconsejable. Hasta los asuntos aparentemente sencillos se escapan al no experto en Derecho y la mejor defensa solo puede garantizarse con el asesoramiento de un profesional con la debida formación y competencia que conozca el derecho material, sustantivo y procesal. Ni siquiera un abogado debe defenderse a sí mismo. El saber popular dice: “El abogado que se defiende a sí mismo tiene un tonto por cliente”. Precisamente porque se necesita distanciamiento para mayor objetividad y serenidad.

Hay que señalar que no es obligatoria la asistencia letrada en algunos supuestos muy concretos. Tampoco en la primera instancia en la jurisdicción social. No obstante, siempre es conveniente la defensa de un abogado.

Guadalupe Muñoz Álvarez es Académica correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

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