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Tribuna
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La pobreza energética en la zona euro

Podemos denominar chamanismo energético, tomando prestada la acertada expresión de Víctor Lapuente, a la tendencia a utilizar pomposamente grandes conceptos, rehuyendo concretar en qué se traducen. La transición energética es un ejemplo de ello. El chamanismo energético tiene sus riesgos: en mi ciudad natal, Cádiz, el alcalde llegó a defender la necesidad de convertir a la ciudad en autosuficiente energéticamente, un hito que empezó a quebrarse cuando Thomas Edison descubrió la electricidad a finales del siglo XIX. Conducir el debate político en estos términos es elocuente, pero normalmente estéril: tanto el genio como el diablo de las políticas públicas suele estar en los detalles.

El debate sobre la pobreza energética está yendo por estos derroteros. Lo fácil es decir que se quiere acabar con ella, o que se va constitucionalizar el derecho al suministro eléctrico, aunque no se sepa muy bien qué implica. Mucho más difícil, en cambio, es garantizar que los kWh lleguen a los hogares. Aquí va una propuesta de letra pequeña sobre la pobreza energética en el sector eléctrico.

Empecemos por dar un paso atrás para preguntarnos si existe un problema de pobreza energética diferente a la pobreza en general. Mi opinión es que sí, por dos motivos. En primer lugar, porque el incremento de los precios energéticos durante los últimos años, especialmente de la electricidad, unido a la crisis económica, ha provocado que cada vez más familias tengan dificultades para acceder a un suministro básico (el 11,1% de la población, según los últimos datos del INE, o alrededor de 1,8 millones de hogares, según un informe de Economics for Energy). En segundo lugar, porque la electricidad reúne dos características muy singulares: por un lado, su peso desproporcionado en los hogares de renta más baja. Y por otro, su naturaleza instrumental para una serie de actividades básicas, como la iluminación del hogar o la refrigeración de los alimentos. La electricidad es en este sentido más que un bien básico: es un prerrequisito para poder acceder a toda una cartera de productos básicos.

Lo más ortodoxo sería financiar las políticas de lucha contra la pobreza, incluida la energética, a través de los Presupuestos Generales del Estado. El problema es que ya existe una medida en el sistema eléctrico con el mismo fin, aunque no está funcionando. Lo más razonable es cambiarla para que funcione. El bono social ni es efectivo ni es eficiente. Apenas tiene 2,5 millones de beneficiarios frente a un potencial de más de 5 millones. Debido a la definición de las categorías de beneficiarios, es dudoso que tenga efectos verdaderamente redistributivos. Y además, no resuelve el fin último, que es garantizar un consumo básico a los hogares.

La Directiva 2009/72/CE, del mercado interior de la electricidad, insta a los Estados a definir los “clientes vulnerables”, algo que en nuestro país está pendiente. Esta definición podría consistir en un consumo mínimo diario en kWh, el equivalente a una cesta de consumo básica (iluminación y refrigeración de alimentos, por ejemplo), más amplia durante el invierno. De acuerdo con la propuesta que aquí se hace, ese nivel mínimo no podrá ser interrumpido en ningún caso por las empresas comercializadoras. En caso de impago de la factura, la deuda persistirá pero el suministro solo podrá reducirse hasta ese nivel mínimo. El coste financiero de esta medida será asumido por las empresas comercializadoras que hasta ahora financian el bono social, durante un tiempo determinado en coordinación con los servicios sociales. De acuerdo con cálculos preliminares, el coste de esta medida estaría entre los 50 y 100 millones de euros, bastante por debajo de los 200 millones que actualmente se destinan al bono social. El excedente podría dedicarse a crear un Fondo contra la Pobreza Energética que, administrado por el IDAE, financiara actuaciones en materia de ahorro y eficiencia energética específicamente dirigidas a los consumidores vulnerables que, según la Agencia Internacional de la Energía, son las actuaciones más eficientes para resolver las situaciones de pobreza energética. Algunos ejemplos de estas medidas son la rehabilitación de las viviendas, la mejora del aislamiento térmico, la sustitución de los sistemas de calefacción o la instalación de unidades de generación distribuida. Sin duda, esta propuesta es menos seductora que una reforma de la Constitución que consagre el derecho a la electricidad. Pero, tal vez, puede ser más efectiva para arreglar los problemas reales del ciudadano.

Isidoro Tapia es MBA por Wharton

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