Fiscalización y (probable) reforma constitucional
Con anterioridad a las últimas elecciones, la amalgama de políticos gobernantes, y los aspirantes a serlo, han pontificado sobre la necesidad de reformar nuestra Carta Magna actual. Había quienes argumentaban que antes sería preciso señalar, explícitamente, qué artículos constitucionales debían ser sustituidos, o añadidos. Otros, han estado adelantando sugerencias difusas o actualmente inconstitucionales, paradójicamente “para adecuar la Carta Magna al siglo XXI”. Pero ni uno solo de los políticos que gobernaban, de los que suspiraban por gobernar, y de los que ahora se confabulan a hacerlo en los conciliábulos poselectorales, ha mencionado en público la modificación que profesionalmente consideramos debe situarse en lugar preeminente: cómo se van a utilizar los recursos del Estado y qué características institucionales y operativas deben definir al organismo supremo de control, responsable de la fiscalización independiente de tales recursos, que son de nosotros, los ciudadanos.
Nos referimos al modelo de control a ejercerse por el organismo constitucional que deberá atestiguar, mediante su fiscalización, que podamos confiar en las cuentas públicas que habrá presentado el nuevo Gobierno sobre las finanzas del Estado; que los venideros administradores habrán utilizado los recursos públicos sabiamente, de manera económica y eficiente, y eficaz en términos de resultados esperados. Un modelo de control participativo, que reconozca la necesidad de la implicación de los ciudadanos en el proceso controlador. Y un organismo fiscalizador que nos informe sobre el desempeño de los gobernantes en la gestión de la res pública de manera oportuna, veraz y transparente, y de acuerdo a los principios de responsabilidad financiera, institucional y política. Al igual que el resultado de la labor de atestación que ejerce, entre otros, el órgano supremo de control público de la Gran Bretaña. Y el de Suecia. Y el de Canadá. Y el de los EE UU. Y el de Australia y Nueva Zelandia. Y el del Estado de Israel (este último, con el aditamento de que el Contralor del Estado –que ejerce, además, como Ombudsman o Defensor del Pueblo– vigila la integridad moral de la gestión pública y examina si los departamentos gubernamentales y entidades del Estado han operado de manera moralmente irreprochable). Comprenderá el lector nuestra renuencia a reproducir los testimonios de los medios de comunicación que han venido denunciando las serias carencias administrativas y operativas del órgano oficial de control del Estado (y de algunos de los órganos similares de las Comunidades Autónomas). Con el resultado, dicho en román paladino, de que el ciudadano de la calle está llegando a la convicción de que ninguno de nuestros personajes políticos –independientemente de su veteranía o bisoñez en el oficio– ha demostrado interés hasta ahora, sobre cómo se fiscaliza, o debería controlarse, la gestión de los dineros públicos; ni de investigar, con seriedad, y hasta las últimas consecuencias, utilizando las atribuciones del órgano contralor independiente, las escandalosas situaciones, no resueltas, de fraude, corrupción y despilfarro de los recursos de la Nación; atraco consumado por aquellos que gozan de acceso legal a las arcas públicas; mientras otros esperan, impacientes, que les llegue el turno de aterrizar sobre el botín. Hoy por mí, mañana por ti. La consideración de un nuevo modelo de control público linda, pues, con la frontera ética del Estado.
Y no es que la Constitución vigente no prevea, con nombre y apellidos prestados por una cronología heredada, cuál deba ser, y denominarse, el supremo organismo contralor; sino que los tiempos y costumbres modernas, y el ejemplo de las democracias avanzadas, como las señaladas anteriormente (frente a otras, de nuestro entorno, que no pueden objetivamente presentarse como paradigma homologable) recomiendan un modelo de control externo diferente. Otro modelo, con una filosofía, estructura y funciones propias, y adecuada ubicación del organismo contralor –no necesariamente la convencionalmente utilizada– en lo que hemos denominado macro-organigrama del Estado. Una eventual reforma constitucional, incluiría la tarea inconclusa de la reconstrucción del modelo de control independiente. Invitamos al lector interesado, a repasar nuestra contribución del 9 de octubre del pasado año, en este mismo medio, titulada Hacia una Auditoría General del Estado, en la que detallamos las características del nuevo modelo de control que preconizamos.
La reforma del control público externo debería ir acompañada –con inclusión expresa en la propia Constitución– de la igualmente imprescindible reforma del control interno dentro del Ejecutivo. (Las dos últimas Constituciones del Brasil, pueden servir de modelo en este aspecto particular). Esta adición a la Constitución supondría la redefinición de la inmanejable megalópolis administrativa del actual Ministerio de Hacienda. Y, con ella, la completa reorganización de las funciones del actual organismo responsable de un cuestionable concepto de control interno; y su sustitución por una moderna Auditoría Interna de Gestión del Estado situada en el ámbito de la Presidencia del Gobierno (sic, nuevos gobernantes).
Alguien interesado en estas cuestiones podría preguntarse por qué no se instruyó a los técnicos de la Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas CORA), que evaluaran las referentes al control interno y control externo de los recursos públicos. Bien, no del todo. Los técnicos del CORA (proyecto que ha resultado ser una obra ciclópea y campo de experimentación para un notable conjunto de especialistas de diversas disciplinas) obedeciendo, probablemente, instrucciones políticas superiores, no solo no abordaron la racionalización de los órganos de control externo e interno, sino que presentaron, entre otras de similar calibre, la esperpéntica recomendación de que se supriman los órganos contralores autonómicos, por razones de “ahorro de costes... y para no duplicar el trabajo”, del ya estigmatizado como ineficiente órgano central de control público. Craso error inducido por vía política sobre el valioso equipo reformador.
Señores políticos que se esfuerzan por inaugurar una Administración que se anticipa tormentosa y controvertida: salgan a la calle, y anuncien a los ciudadanos, que desean añadir in extremis un anexo a su hoja de ruta política. Todavía están a tiempo.
Ángel González-Malaxetxebarría es especialista internacional en Gobernabilidad, Gestión Financiera y Auditoría