El septenario
Érase una vez un médico que consolaba día tras día a sus pacientes con la esperanza de un restablecimiento inminente, diciéndoles a veces que el pulso latía mejor y otras que la expectoración indicaba una sustancial mejoría o que su copiosa transpiración era un magnífico síntoma de recuperación. Así las cosas, cuando un buen día le visitó uno de sus amigos, al preguntarle por la marcha de su enfermedad, este le respondió: “¿Cómo quieres que me vaya? Me muero de tanto mejorar” (Inmanuel Kant, 1784, Contestación a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?).
Leo la cita a mis amigos Miguel, dueño de nuestro autoservicio de cabecera, y Juanfran, quiosquero mayor del barrio, y ambos me dicen que, visto lo visto, Kant acertó; y que lo que escribió el filósofo se parece mucho a lo que nos pasa en este diciembre electoral, con las calles y avenidas de nuestros pueblos y ciudades plagadas de carteles con fotos retocadas de políticos que piden el voto; con mítines llenos de promesas que nunca se cumplirán, discursos trufados de falsos propósitos y, en fin, con una inusitada proliferación de encorsetados debates radiotelevisivos, supuestamente definitivos y diferentes, que se venden como shows mediáticos y no sirven para nada: “Nunca se ha mentido tanto como en nuestros días, ni de manera tan desvergonzada, sistemática y constante”, escribió hace más de 60 años, con una actualidad que asusta, Alexandre Koyré en su reflexión sobre la función política de la mentira moderna.
Los líderes deberían reconocer que buena parte del blablablá humano que resuena todos los días hunde sus raíces en un decidido propósito cosmético; y seguramente una de las principales tareas que los dirigentes de toda clase y condición tienen que acometer si quieren ser creíbles y coherentes es que el discurso político o empresarial se ajuste a los hechos, que la habitual disonancia entre decir/hacer no se instale con normalidad en las organizaciones, y que la sima aberrante entre el discurso oficial/electoral y la práctica real se achique sin demora o desaparezca, y que el hombre –que tiene el derecho y el deber de ser responsable si desea permanecer libre– aprenda a ser persona y, de la mano de los líderes que tanto necesitamos, se integre socialmente porque, lo dice Richard Sennett, “una buena organización (...) es aquella en la que todos los ciudadanos se sienten unidos en ese proyecto común”. En esta nueva era, los seres humanos nos debemos muchas cosas a nosotros mismos; tantas que no sabemos por dónde empezar la tarea. En época de elecciones, a los políticos les pasa igual: tienen tantas propuestas que hacernos y tantos proyectos que ofrecernos que, finalmente, cuando alcanzan el poder, como están tan ocupados en ser ellos mismos, no aciertan a poner en marcha ni los más perentorios, y los ciudadanos nos quedamos, casi siempre, con la certeza de un nuevo engaño. Otro más...
Y, como esto no se acaba, con o sin campaña electoral, los medios de comunicación nos acercan cada día noticias trufadas de sonoros escándalos, protagonizados, en la mayoría de las ocasiones, por empresas que decían ser el paradigma de la modernidad y del bien hacer, y nos engañaban; por políticos corruptos y por delincuentes de guante blanco, aunque la falsedad y el engaño, el fraude y la mentira no son una exclusiva de este tiempo ni en modo alguno patrimonio de las multinacionales, de sus dirigentes o de los políticos que confunden dar cuentas con humillación: la historia siempre se repite.
Como hemos repetido tantas veces, la nueva ética de los negocios demanda que los hechos no se conviertan en retórica, ni el bien común en ambiciones personales, y exige el ejemplo constante de los dirigentes, sean políticos o empresariales. El ejemplo, el buen ejemplo, es un modelo de comportamiento –personal y profesional– que debería exigirse a todos los que trabajan en una empresa o en cualquier institución, más cuando se sirven intereses públicos. La empresa, y sus dirigentes, como también los líderes políticos (que se olvidaron de ofrecernos los ideales que no tienen), deben ser los protagonistas principales en la creación de la consciencia del mundo actual y en la construcción de un camino de ida y vuelta que nos dirija, como los ciudadanos anhelan, hacia el progreso común y a un modelo de desarrollo que nos libere de inequidades y satisfaga las necesidades humanas. Muchos estamos convencidos de que esa ruta –sin atajos y sin precipicios– pasa por la responsabilidad social, la estrategia imprescindible para conseguir un mundo diferente, más justo y mejor.
Desafortunadamente, unos por otros, y unos con más responsabilidad que otros, gracias a las poco afortunadas/nefastas políticas económicas, en buena medida hemos convertido en estructurales los aspectos más negativos de nuestro lastrado desarrollo. Como recoge Joaquín Estefanía en su último libro (Estos años bárbaros), el escaso crecimiento, la pobre creación de empleo (y el alto desempleo), los sueldos de miseria y los equilibrios macroeconómicos parecen haber llegado para quedarse. Hasta el punto de que, además, la perenne crisis ha transformado nuestras sociedades incrementando la desigualdad y, precisamente por eso, erosionando la democracia.
Como estamos en tiempo de reflexión y, más allá de las elecciones, muchos abrigamos el firme propósito de hacer mudanzas, habría que recordar que Ghandi escribió un septenario, una especie de legado intemporal con las siete reglas que nos pueden ayudar a descubrir cómo los hombres podemos destruirnos sin darnos cuenta o queriendo, a sabiendas de que lo estamos haciendo mal. Así es la condición humana. Setenta años después, las enseñanzas del Mahatma nos pueden servir para examinar la conciencia y, acaso, de regalo navideño:
1.- El hombre se destruye primero con la política sin principios.
2.- El hombre se destruye con la riqueza sin el trabajo.
3.- Con la inteligencia sin sabiduría.
4.- El hombre se destruye con los negocios sin moral.
5.- El hombre se destruye con la ciencia sin humanidad.
6.- Se destruye al hombre con la religión sin la fe.
7.- El hombre se destruye con el amor sin el sacrificio de sí mismo.
Juan José Almagro es doctor en Ciencias del Trabajo y abogado.