La agricultura y los ODS
Tras 15 años en los que hemos asumido los retos de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, con resultados desiguales para cada uno de ellos y para cada continente, los 195 países de Naciones Unidas se han fijado 17 nuevos objetivos y 169 metas para los próximos 15 años. Este nuevo desafío refuerza el papel del sector privado en la consecución de los objetivos (las denominadas alianzas público-privadas) y amplía el alcance de los mismos tanto para los países menos prósperos como para los más ricos.
El papel de la agricultura ha sido fundamental en la fijación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). En concreto, se puede decir que la agricultura es el sector más transversal en la agenda de desarrollo sostenible. La agricultura afecta a la pobreza, al hambre, a la pérdida de biodiversidad, al cambio climático, al desempleo, a los usos del agua, a la vida saludable, a la seguridad, al empoderamiento de la mujer, a la desertificación, a la energía, a las desigualdades, al consumo, a la protección y salvaguarda de los ecosistemas, etc. No hay otro sector económico que esté más presente y arraigado en los ODS como el sector agrícola. La agricultura, necesariamente, forma parte de la solución al problema de la sostenibilidad.
La población mundial sigue avanzando en un entorno cada vez más explícito de limitación de recursos y en el que las desigualdades son cada vez más acusadas por razones económicas, financieras, sociales o tecnológicas. A los problemas productivos que todos conocemos se les unen los grandes desafíos redistributivos a los que tienen que hacer frente los Estados ante una población que ya es mayoritariamente urbana, con nuevas necesidades y nuevos comportamientos desde el punto de vista del consumo. Además, debemos afrontar el problema de la vulnerabilidad de la población rural y, especialmente, de la mujer. En este sentido hay que tener presente que la agricultura familiar sigue teniendo un peso capital en la configuración de la agricultura mundial.
En efecto, la agricultura familiar y, dentro de ella, la agricultura de subsistencia son las formas de agricultura que presentan una mayor vulnerabilidad ante los fenómenos tan complejos a los que nos estamos enfrentando en este siglo: mayores riesgos climatológicos, potenciados por el cambio climático; mayor asimetría en la cadena de suministro; menores recursos hídricos accesibles; un mayor retroceso en la relación entre los precios percibidos por el agricultor y los precios de los insumos agrarios, etcétera. Y la vulnerabilidad se acusa aún más cuando no solamente los riesgos se disparan, tanto en términos de ocurrencia como en términos de poder de devastación, sino que la incertidumbre se convierte en una amenaza omnipresente en todos los ámbitos de la vida, y con cuyas elevadas cotas actuales vamos a tener que convivir en los próximos años.
No obstante, a pesar del retroceso de las últimas décadas, provocado por el abandono de tierras y por los cambios en los cultivos, la agricultura sigue siendo muy diversa. Tan diversa como la cultura humana. Tan diversa como los ecosistemas sobre los que se apoya. Por lo que, cuando hablamos de agricultura, estamos hablando de un sector muy heterogéneo, especialmente complejo, con diversas estructuras productivas y con importantes implicaciones sociales, territoriales y medioambientales.
Una mala gestión (sobreexplotación) de los recursos agrícolas, la persistencia de malas prácticas culturales, así como la existencia de políticas agrarias e incentivos económico-sociales perversos pueden acentuar y agravar la situación de forma irreversible, especialmente desde la perspectiva medioambiental. La agricultura puede tanto restar como preservar la biodiversidad; puede contribuir tanto positiva como negativamente al ciclo del carbono; puede contribuir tanto a la preservación como a la pérdida de suelo; puede contribuir tanto positiva como negativamente a la preservación de los recursos hídricos; puede contribuir tanto positiva como negativamente a la preservación de los ecosistemas, etcétera.
La transgenia, la sobreexplotación de los acuíferos o la contaminación de los suelos pueden orientar a la agricultura hacia procesos que agravarían sustancialmente la situación medioambiental actual. Además, la agricultura presenta cada vez mayores vínculos con el resto de los sectores económicos y con la economía en su conjunto. Las decisiones económicas sobre la agricultura se están globalizando, en tanto que la producción se realiza prioritariamente atendiendo a variables locales. Este fenómeno secular acarrea gravísimos problemas a medio y largo plazo en la medida en que dichas decisiones globales sobre políticas agrarias van ganando terreno a las variables locales, produciéndose una aceleración del éxodo hacia las ciudades, una mayor presión contra los ecosistemas locales y mayores problemas sociales en términos de renta y empleo.
El número de operadores al final de la cadena de distribución se ha reducido sustancialmente debido a los procesos de liberalización y de proliferación de las economías abiertas. Una decena de empresas multinacionales controla la alimentación mundial, en tanto que el poder de negociación de los pequeños agricultores se va reduciendo sustancialmente año tras año, percibiendo menores precios por su producto, sobreendeudándose ante la subida de precios de los insumos agrarios y pasando, en muchos casos, de una agricultura familiar, relativamente rentable, a una agricultura de subsistencia, claramente ineficiente en términos económicos.
Según lo dicho, podemos concluir que la agricultura está jugando y va a jugar un papel capital en la Agenda del Desarrollo Sostenible en los próximos años y en la consecución de los ODS, alcanzando un protagonismo inédito hasta la fecha e impactando con una mayor intensidad en los ámbitos económicos, sociales y ambientales de las regiones y de las comunidades locales. De ahí que deba estar en el centro de las decisiones estratégica de la nueva agenda de desarrollo sostenible.
Francisco Cortés García es profesor de la UNIR.