¿Es la obsolescencia programada un lastre para el ahorro?
Pareciera que la sociedad lo asume, asimila que llega un momento en el que las cosas ya no son útiles y que tienen que ser sustituidas. La obsolescencia programada campa a sus anchas entre nosotros. Este concepto surgió en 1932 de la mano de Bernard London y cobró especial relevancia en 1954 “gracias” a una conferencia de Brooks Stevens en la que hablaba de la producción en masa y de ponerle fecha al fin de la vida útil de los productos antes de que se comenzara a darles uso.
Que haya artículos, productos, aparatos y cosas que tengan ya su vida útil planificada va en contra del ahorro. Que una impresora deje de funcionar al alcanzar un número determinado de impresiones, que una bombilla se funda al llegar un número de horas encendida o que un teléfono móvil transcurrido determinado tiempo deje de obtener actualizaciones y sus prestaciones no sean las óptimas para seguir en funcionamiento es obsolescencia programada y provoca que el consumidor tenga que desembolsar dinero de nuevo para reemplazar el producto.
La voluntad de ahorrar por tanto a veces no es suficiente. Existen estrategias comerciales como la obsolescencia programada que se sitúan en contra del consumidor y de su ahorro. Rubén Sánchez, portavoz de la asociación FACUA-Consumidores en Acción lo tiene claro, “la obsolescencia programada es una fórmula más dentro de la sociedad de consumo para provocar el hiperconsumo, comprar y contratar en exceso por encima de la necesidad del cliente”. De hecho Sánchez plantea que la obsolescencia programada debe de ser vista desde dos puntos: “una en cuanto a calidad de composición de los productos unido al hecho que se le puedan introducir mermas para garantizar que en un determinado momento dejen de funcionar, y otra cosa distinta sería el concepto de que algo es obsoleto en cuanto te lo has comprado, enseguida anuncian que sacan el nuevo modelo, y tienes la sensación de que el tuyo ya se ha quedado antiguo, eso es también obsolescencia programada”.
Esto le provoca al consumidor un perjuicio económico importante y “además crea también un poco la sensación de angustia, de frustración en alguien que ha hecho una gran inversión en la compra de un producto tecnológico y que se queda obsoleto rápidamente” señala el portavoz de FACUA.
¿Hay alguna normativa al respecto?
La Directiva Europea 2012/19/UE en su artículo 4 hace mención a cómo debe de diseñarse un producto, indicando que “los Estados miembros adoptarán las medidas adecuadas para que se apliquen los requisitos de diseño ecológico que facilitan la reutilización y el tratamiento de los RAEE (…) y los productores no impidan mediante características de diseño específicas o procesos de fabricación específicos la reutilización de los RAEE, salvo que dichas características de diseño específicas o dichos procesos de fabricación específicos presenten grandes ventajas, por ejemplo, respecto a la protección del medio ambiente y/o a exigencias en materia de seguridad”.
La trasposición de esta norma al ordenamiento español se produce a través de la reforma del Real Decreto de Residuos de Aparatos Eléctricos y Electrónicos (RAEE), pero la percepción es que no se le ponen trabas e impedimentos a la obsolescencia programada, en palabras de Rubén Sánchez “en España los niveles de control del mercado son absolutamente deficitarios e ineficientes, no hay medidas contundentes cuando se detecta un fraude claro y en cuanto a obsolescencia programada creo que estamos a años luz de que aquí tanto el Gobierno central como alguna Comunidad Autónoma se planee hacer cosas”.
Si hay un país que ya se ha puesto en marcha a nivel legislativo de forma severa en contra de la obsolescencia programada, ese es Francia. El país galo aprobó hace un año una norma que se incluyó en la Ley de Transición Energética con la que castigarían con multas de hasta 300.000 euros y penas de hasta dos años de cárcel a aquellos fabricantes que programaran la vida útil de sus productos.
Consecuencias medioambientales
Otra de las consecuencias que también preocupa y mucho: su impacto en el medio ambiente. Al no ser ya útil un aparato, se reemplaza y se tira, lo que provoca que se genere una gran carga de residuos que va en aumento. No se produce el tratamiento de residuos adecuado y la basura acaba en cualquier lugar y de cualquier modo. Ghana es uno de los principales países receptores de “basura electrónica” que tras ser desechados como artículos de segunda mano o no poder ser reparados, acaban en el vertedero de residuos electrónicos de Agbogbloshie. El impacto ecológico a largo plazo es enorme, miles de residuos que resultan contaminantes y además son peligrosos para la salud. Además también existe la coyuntura de que en algún momento habrá limitación de los recursos naturales y materias primas con las que se producen los aparatos, lo que supone un impacto más para el ecosistema. Otra cruda realidad como consecuencia de la obsolescencia programada.
El ejemplo de la bombilla invencible
Es el ejemplo que siempre sale “a la luz”-y nunca mejor dicho-, el más conocido, la bombilla que lleva funcionando en una estación de bomberos de Livermore (EE.UU) de manera ininterrumpida desde 1901. Lleva 114 años funcionando, siempre encendida, siempre alumbrando, 114 años “al pie del cañón”. Y sigue funcionando porque se fabricó para que durara lo máximo posible en aquel entonces, donde el criterio de durabilidad se imponía. ¿Por qué no volver a lo de antes y fabricar con vistas puestas a que las cosas duren lo máximo posible? Quizá se trate al menos de tener la opción de elegir entre efectivamente comprar un nuevo dispositivo o poder reparar un aparato sin que suponga una ilógica mayor inversión que comprar uno nuevo.