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El Foco
Tribuna
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El FMI y las sirenas

Cuando Odiseo estaba regresando a Ítaca desde la isla Eolo donde vivía la maga Circe y tras pasar por los infiernos su nave se encontró con las Sirenas, por recomendación de la hechicera impidió que nadie de la tripulación oyera el seductor canto de las quimeras, y para ello usaron tapones de cera y así evitaron oír los dulces y embriagadores sones. Ulises quiso oírlos y pidió ser atado al mástil para poder escuchar, pero con su voluntad domada impidiendo que fuera hacia su perdición. Pugnó como un poseído por llegar donde las sirenas, pero gracias a su compromiso previo, pudo domar la suerte. Jon Elster usa esta figura para hablar de la racionalidad y también Varoufakis la empleó al hablar en febrero de los acuerdos de superávit a cambio de financiación. El FMI es el mástil al que la UE se ha encadenado para evitar los cantos de sirena.

El FMI nació con la vocación colectiva de evitar fenómenos de impago, o de hacerlos menos traumáticos. Entre los objetivos del Fondo está triangular los problemas de deuda soberana para evitar conflictos directos y también asistir en forma de consorcio a los países que han perdido el acceso al crédito. Por eso al FMI han recurrido no solo los países pobres: el Reino Unido solicitó sus servicios en 1976 y su intervención fue clave en la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. También es verdad que el papel del FMI en los setenta y ochenta, bajo el denominado Consenso de Washington y en el contexto de Guerra Fría, tiene sombras oscuras. La financiación de planes fallidos de sustitución de importaciones o de compra de armamento (a Estados Unidos) para las economías latinoamericanas fue un fracaso achacable tanto al FMI como a los gobernantes de esos países. Tampoco el FMI fue útil como herramienta de alerta temprana en las crisis de final del siglo XX, ni lo fue de la gran recesión que se inició en 2008. ¿Son casos de deuda odiosa? Podría ser, y de hecho mucho acreedores han condonado deuda; pero no cabe declarar deudas odiosas sin que a la vez el populismo sea declarado también odioso y se destierre aún más lejos que la deuda.

La Unión Europea ha involucrado al FMI en los países que han necesitado un rescate por crisis de deuda soberana. Este es el momento de volver unos párrafos más arriba y pararnos a pensar en cómo se articulan soberanía y deuda. El populismo, el nacionalismo o diversos tipos de caudillo han abanderado en el pasado a pueblos que reclaman su soberanía para incumplir acuerdos que eran fruto de decisiones soberanas, decisiones que tomaron los ciudadanos antes de constituirse en pueblo. Pero quizá precisamente lo que ha querido evitar la Unión Europea al involucrar al FMI es una resolución en clave nacional de los problemas de deuda soberana –sobre todo si esa resolución podía conllevar, junto a la autoafirmación soberanista, el impago de la deuda.

Así pues, los gobernantes nacionales involucraron al FMI en los rescates y, muy probablemente, no solo porque los países en apuros tuvieran derecho a recibir asistencia multilateral, sino también, o incluso en mayor medida, para evitar que los conflictos fueran nacionales. El recurso al nacionalismo, el populismo e incluso el fascismo es recurrente en casos de crisis de deuda soberana. Y tanto en Alemania como en Francia, Grecia o España hay ya numerosas opciones eurófobas que reclaman que el Banco Central Europeo, el Eurogrupo e, incluso, la Unión Europea atiendan a los intereses de los acreedores o de los endeudados. Esto ya de por sí sería problemático, pero si los agentes son Estados entonces ese enfoque solo conduce al enfrentamiento y la parálisis.

Al involucrar al FMI, la UE ha querido evitar una resolución en clave nacional de los problemas de deuda soberna

Los hechos en Europa están discurriendo en paralelo a los relatos, es decir, no coinciden nunca. Aunque los relatos se empeñan en mostrar que las decisiones se originan en los países acreedores y, en concreto, en Alemania, lo cierto es que hasta la fecha todas las decisiones tomadas para resolver las crisis de deuda en Europa han sido tomadas por acuerdo unánime. También es verdad que se han tomado sin la épica de la soberanía, pues esta se transfirió a los organismos europeos y, que se sepa, no existe ninguna voluntad firme de revocar esos acuerdos. Como consecuencia de las decisiones adoptadas, tenemos que:

La deuda ha servido como una especie de suministrador de opio para permitirse no reparar en la falta de crecimiento

La deuda per se no admite adjetivos salvo de forma subsidiaria, es decir, parasitando al sujeto o al menos cubriéndolo de manera metonímica. Pero si en algún sentido la deuda de los países del sur de Europa es odiosa lo es porque es opiácea. Y si lo es, será porque ha habido políticas opiáceas en Europa en los últimos años. La deuda pública en la zona euro ha pasado de 14.883 euros per capita en 2000, a casi el doble a mediados de 2014. Para la deuda privada per capita en la eurozona la evolución de 2000 a 2014 ha sido de 31.116 a 49.518 euros per capita, que, sumados a la deuda pública, totalizan en torno a 75.000 euros per capita desde los casi 46.000 del año 2000. Esta deuda ha permitido consumir e invertir por encima del crecimiento real de las economías y, de este modo, anestesiar la falta de crecimiento real en Europa. La deuda, pues, ha servido como una especie de suministrador de opio para las conciencias europeas que, amparadas en una deuda creciente, se han permitido no reparar en su propia falta de crecimiento.

Los impulsos monetarios y la constitución de fondos que prestan a los Estados son herramientas que por sí solas no resuelven nada (salvo evitar el colapso que no es poco), de modo que están destinadas a hacernos perder tiempo y por tanto, a dilapidar recursos. No cabe, en una economía política laica, evitar problemas en el presente a costa del casi seguro incumplimiento de los compromisos futuros. Declarar la deuda odiosa y opta r por no pagarla nos llevaría a situaciones tan poco halagüeñas como no pagar la sanidad, las pensiones o las fuerzas de seguridad. Asumir un modelo de deuda opiácea nos condena al inmovilismo social y a estancar el crecimiento. En cualquiera de los casos, la decisión es nuestra.

Andrés González es economista y coautor de La Economía a la intemperie. Quiebra política

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