Los impuestos medioambientales
Periódicamente observamos comunicados en relación con la elevada polución que hay en la capital de España, y sobre cómo los coches diésel contaminan mucho más que los coches de gasolina. Incluso alguna fuerza política ha indicado que si ganan las elecciones municipales prohibirían la circulación de coches diésel en Madrid a partir de 2020. Sin embargo, a nivel estatal, que es donde se deberían de tomar las grandes medidas, parecen hacer oídos sordos a estos problemas locales, cuando podrían hacer mucho más de lo que hacen.
En la actualidad, el precio del gasóleo está unos diez céntimos el litro más barato que el de la gasolina sin plomo, lo cual provoca una tendencia en los ciudadanos a comprarse coches diésel en vez de coches de gasolina. Además, el famoso plan PIVE (que nos cuesta 175 millones de euros a los españoles con cargo a los Presupuestos Generales del Estado) no distingue entre ambos tipos de coche, lo cual incide aún más en que en términos relativos sea mejor, económicamente hablando, comprarse un coche diésel que comprarse un coche de gasolina.
Por otro lado, el 35% del gasóleo que se consume en España hay que importarlo, porque no tenemos refinerías suficientes (lo cual incide negativamente en nuestro déficit comercial), y el lobby energético de las empresas petrolíferas bloquea tanto el que se construyan nuevas refinerías (recordemos lo ocurrido al proyecto de la refinería Balboa en la década pasada), como el que puedan entrar nuevos actores al reparto de la tarta. Luego nos quejamos de que baje el precio del petróleo un 55% y las gasolinas y gasóleos sólo bajen un 20%. Evidentemente, la no competencia es un gran negocio para las grandes empresas petrolíferas.
Un gobierno comprometido con el medio ambiente debería tratar de utilizar sus armas para mejorar tanto en el precio de los carburantes como en la contaminación existente en las grandes ciudades, y dos medidas muy claras serían eliminar del plan PIVE los coches diésel (quien quiera contaminar que se lo pague él solito sin contar con una transferencia de rentas vía impuestos del resto de los españoles) y poner una tasa diésel a los gasóleos, por ejemplo de veinte céntimos el litro, de manera que en vez de costar diez céntimos menos, cueste diez céntimos más.
Con estas medidas se conseguirían varias cosas. Primero, disminuiría radicalmente la compra de coches diésel a favor de los coches de gasolina, lo cual mejoraría claramente la polución en las grandes ciudades en los próximos años. Además, disminuiría la importación de gasóleos del exterior. También, se incrementaría la competencia en precios en España al aumentar la capacidad de refino, con el objetivo de producir más gasolina -supondría una traslación mucho más rápida de las disminuciones del precio del petróleo al producto final- y, por último, aumentaría la recaudación por el impuesto de hidrocarburos, que actualmente es de 4.400 millones de euros, y que con los 20 céntimos adicionales de tasa sobre el gasóleo, supondría 500 millones de euros más de recaudación, a la vez que 500 millones de euros menos de déficit público.
En principio, todas estas medidas parecen positivas para la ciudadanía, pero son muy malas para el lobby energético, ya que la importación de gasóleos es un gran negocio, puesto que no tienes costes y, sin embargo, se gana mucho dinero (lo que compras por 10 se lo vendes por 15 a los distribuidores). Y en lo que respecta a la escasa competencia del sector, es evidente que si compras el petróleo muy barato y la mitad de la rebaja no la trasladas al consumidor final, tus márgenes crecen geométricamente.
También es cierto que el lobby energético no sería el único afectado negativamente, ya que la persona que tomara la decisión de quitar los coches diésel del plan PIVE, imponer la tasa diésel de 20 céntimos, y promover la creación de nuevas refinerías privadas en España para evitar la dependencia de las importaciones exteriores, probablemente no estaría muy bien vista por el lobby, y cuando finalizase su etapa de servicio público, es posible que ya no se fijase nadie en él para ocupar un puesto en el consejo de alguna gran empresa en la que recibiría una retribución de seis cifras por ir una vez al mes a comer con los demás miembros del consejo.
Miguel Córdoba es profesor de Economía Financiera Universidad CEU-San Pablo