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La UE, del revés

La crisis de Italia se oculta tras el abismo griego

Por suerte para Roma (o por desgracia, nunca se sabe) esos gravísimos problemas están eclipsados por Grecia, que sigue siendo el foco de tensión más acuciante de la zona euro.

En los próximos días, tal vez esta misma semana, se espera la convocatoria de una nueva reunión del Eurogrupo (ministros de Economía de la zona euro), la sexta desde que Syriza ganó las elecciones el 25 de enero, para liberar nuevas ayudas si Atenas cumple su promesa de presentar un listado exhaustivo y detallado con las reformas y ajustes que va a acometer.

El enésimo parche, si llega a colocarse, evitará una crisis de liquidez y un temido corralito, el segundo de la zona euro después del decretado en Chipre hace dos años. La mayoría de los analistas coincide en que Bruselas solo está ganando tiempo y en que al final deberá negociar una drástica solución con Atenas, que pasaría por la reestructuración de la deuda o por una prórroga de los plazos de reembolso equivalente en la práctica a una quita o condonación parcial.

Mientras el deterioro económico de Grecia ha sido vertiginoso y ha desatado todas las alarmas, Italia incuba su propia depresión a un ritmo más lento pero continuado. “El PIB real de Italia ha crecido por debajo de la media de la zona euro desde los años 1990”, señala la Comisión Europea en su último informe (febrero 2015) sobre la economía italiana. El boom que acompañó al nacimiento del euro pasó en gran parte de largo por la República Italiana, y la moneda única dejó a la industria italiana sin el arma de la devaluación, justo cuando arreciaba la competencia internacional derivada de la globalización.

De ser uno de los países menos beneficiados por el nacimiento del euro, Italia pasó, a partir de 2007, a ser uno de los más castigados por la crisis. En los últimos siete años, su PIB ha menguado casi un 9%. Y las previsiones indican que en los próximos meses el PIB crecerá poco y por debajo de su potencial

El Gobierno de Matteo Renzi, socialdemócrata, ha intentado reavivar la economía con una reforma laboral (para facilitar el despido en los nuevos contratos) y una rebaja de la carga fiscal sobre los trabajadores.

El principal reto a corto plazo para Italia, sin embargo, parece ser el imparable incremento de la morosidad y los préstamos fallidos, que han crecido un 20% al año desde 2008 hasta el récord histórico de 333.000 millones de euros, según los datos del Fondo Monetario Internacional. El FMI advierte de que la provisión de esos préstamos no ha aumentado al mismo ritmo. Y el organismo que dirige Christine Lagarde no oculta su deseo de que Roma cree uno o varios bancos malos para descargar al sector financiero de unos préstamos fallidos que, en el 80% de los casos, corresponden al endeudado empresariado italiano.

Esa operación es costosa en un país con una deuda pública similar a la de Alemania, pero con un 40% menos de PIB. Italia soporta esos números rojos gracias a un importante volumen de ahorro interno y a un superávit primario (descontado el interés de la deuda) ininterrumpido desde hace casi 20 años, una marca que ni siquiera Berlín puede igualar.

El tercer factor a favor de Italia ha sido su capacidad para pasar desapercibida casi con cualquier Gobierno. El Ejecutivo de Berlusconi se salvó en 2010 gracias al primer programa de compra de deuda pública del BCE, aparentemente destinado a los países rescatados o por rescatar, que se gastó en bonos italianos (108.000 millones de euros) casi tanto como en todos los de los otros países beneficiados (España, Grecia, Portugal e Irlanda).

Un año después, el sucesor de Berlusconi, Mario Monti, se parapetó tras España. El BCE diseñó un rescate suave a la medida de Madrid. Y aunque nunca llegó a activarse, relajó no solo la prima de riesgo española, sino también a la Italiana.

Renzi se ha puesto luego a rebufo de Francia para lograr una relajación de los objetivos fiscales que Bruselas acaba de conceder, tanto a Roma (en el caso de la deuda) como a París (para el déficit). El problema para Italia es que ya solo le queda un trampantojo. Con el perfil del Partenón.

Interés por el fondo para infraestructuras creado por Pekín

El Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras (AIIB), un proyecto lanzado el pasado mes de octubre por Pekín y boicoteado desde entonces por Washington, ha logrado en las últimas semanas el respaldo de las cuatro principales economías europeas. El primer ministro británico, David Cameron, fue el primero en desafiar a EE UU y anunciar su apoyo a una entidad que aspira a contar con un capital de partida de 100.000 millones de dólares, la mitad aportados por China. La semana pasada, Alemania, Francia e Italia siguieron los pasos de Londres, en lo que parece un intento por abrirse camino en las inversiones en infraestructuras en Asia (cuyas necesidades de inversión se cifran en unos tres billones de euros). Al mismo tiempo, esas capitales parecen querer congraciarse con un Gobierno chino que se está convirtiendo en uno de los grandes promotores de infraestructuras en Europa, desde la gestión del puerto del Pireo en Atenas a la construcción de una línea de ferrocarril entre Belgrado (Serbia) y Budapest (Hungría).

 

EE UU, que teme la aparición de instituciones financieras supranacionales que compitan con las inspiradas por Occidente, como el Banco Mundial o el Banco de Desarrollo Asiático, consiguió el año pasado impedir que Australia se sumase a los primeros 20 países asiáticos que suscribieron la creación del AIIB. Pero el presidente Barack Obama no ha logrado disuadir a sus socios europeos, quizá porque están necesitados de invertir en China y de atraer capital asiático.

Bruselas, hasta hoy, no se ha pronunciado, aunque el aparente entusiasmo de algunas capitales con el banco chino contrasta con la renuencia a contribuir al llamado plan Juncker, que aspira a movilizar 315.000 millones de euros en tres años para invertir en infraestructuras en Europa. Por ahora, Alemania, Francia e Italia han anunciado una contribución de 8.000 millones por capital. España, 1.500 millones. ¿Es poco? “Otros no han aportado nada”, contestó el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el pasado viernes en Bruselas.

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