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Tribuna
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El empadronamiento de Navidad

En cualquier momento vendrán los asesores del la Conferencia Episcopal a presentar las fiestas de Navidad como una contribución decisiva al Producto Interior Bruto, de igual manera que hacen con las procesiones de Semana Santa por el efecto turístico inducido cuando en vísperas de la campaña de la Renta se esfuerzan en dar cuenta del empleo de los fondos recibidos del erario público. Reconozcamos en cualquier caso que en torno a las fiestas navideñas se activa una fiebre de desplazamientos generadora de flujos económicos como sucede con los congresos y otras convocatorias. Y es que en el origen de la primera Navidad se encuentra la confección de un censo.

Dice en efecto Lucas (2, 1-7) que “aconteció que por aquellos días emanó un edicto de parte de César Augusto en el que ordenaba que se inscribiesen en el censo los habitantes de todo el orbe”. Y que “este primer censo se hizo siendo Quirino propretor de la Siria”. Detalla, a continuación, “y se ponían todos en viaje para inscribirse, cada cual a su ciudad”. Por eso, “subió también José desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David que se llama Belén en Judea, por ser él del linaje y familia de David, para inscribirse en el censo juntamente con María, su esposa que estaba en cinta”. La narración concluye señalando “y sucedió que estando ellos allí se le cumplieron a ella los días del parto, y dio a luz su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le recostó en un pesebre, pues no había para ellos lugar en el mesón”. O sea que ya estaba mal repartida la renta pero había movilidad social porque en el linaje de David había quien terminaba de carpintero.

De manera que ya desde los tiempos de César Augusto el censo era un instrumento de poder máximo porque suponía hacer inventario de la población y tenerla encuadrada. Suponía pasar de la multitud innumerable a la población censada. Era, sin duda, el primer paso para establecer después con eficacia los tributos a pagar. Tendrían que pasar muchos siglos para que entre ambos procesos el del censo y el de los tributos se interpusiera un sistema representativo del que da buena cuenta la sentencia inglesa de no taxation without representation. Muchos años después de la escena del portal de Belén esta cuestión fiscal le fue planteada a Jesús por los fariseos que andaban poniéndole trabas cuando repreguntaron si era lícito pagar tributo al César.

Mateo (22, 12-17) lo refiere que le enviaron sus discípulos junto con los herodianos, que dijeron “Maestro, sabemos que eres veraz y enseñas el camino de Dios y no tienes respetos humanos, ni haces acepción de personas, dinos pues, ¿qué te parece? ¿Es lícito dar tributo al César o no?”. Conociendo su hipocresía pidió que le mostrasen la moneda del tributo y representaron un denario con la imagen e inscripción de César. Es decir que ya entonces se acuñaba moneda en Roma. Entonces les dijo “Pagad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

De modo que estábamos muy lejos del lema de Hacienda somos todos, pero las obligaciones fiscales se declararon ya entonces vigentes. Roma sería el ocupante pero cumplía con los habitantes de los territorios bajo su dominio como las obras públicas que han resistido el paso de los siglos acreditan. Todo lo cual sucedía con siglos de anticipación a las Convenciones de Ginebra donde se detallan los deberes de las potencias ocupantes con las poblaciones a su cargo. Muy distintas hubieran sido las cosas si tras la guerra de Irak, los americanos se hubieran atenido a esos principios básicos, cuyo olvido ha servido de aliciente al surgimiento del Estado Islámico de nuestros días. En todo caso, ahora toca que acudamos a empadronarnos como sucedió en la primera Navidad. Cada uno con los suyos pero lo primero, como en todos los censos, será pasar lista y aflorará la ausencia de quienes nos han dejado. Fiestas entrañables tiznadas de tristeza. Vale.

Miguel Ángel Aguilar es periodista.

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