¿Toleraría la UE un golpe de Estado en uno de sus socios?
Al primer ministro húngaro, Viktor Orban, le gusta comprobar los límites de la legislación europea y la UE ya le ha llamado repetidamente la atención por su reforma constitucional, sus medidas contra los medios de comunicación más críticos o, incluso, por no respetar la independencia del banco central de su país.
Hasta ahora, Orban ha esquivado las amonestaciones de Bruselas dando un pequeño paso hacia atrás cada vez que es sorprendido cruzando la raya. Pero la semana pasada amagó con una gran zancada hacia la autocracia, al proclamar su intención de crear un estado “no liberal”. Su modelo serían Rusia, China o Turquía, países que, según el primer ministro húngaro, han demostrado que se puede ser competitivo sin amoldarse al sistema liberal y sin ser siquiera una democracia.
Las palabras de Orban han reabierto en Bruselas el debate sobre cuál debería ser la reacción de la Unión Europea en el caso de que uno de sus socios sufra un golpe de Estado o inicie una deriva hacia la dictadura.
El debate puede parecer innecesario porque la UE “se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos”, según el artículo 2 de su Tratado. Cualquier país que incumpla ese artículo, por tanto, se descalificaría a sí mismo como miembro de la UE.
Pero los diplomáticos europeos reconocen que en la práctica resulta muy complicado decidir en qué momento un socio ha cruzado el punto de no retorno hacia la dictadura. Las mismas fuentes añaden que “los golpes de Estado del siglo XXI son más sofisticados que antes y consisten en medidas subrepticias para controlar el poder o reprimir a la oposición”.
El desafío de Orban, sin embargo, parece ir cada vez más lejos y y el choque de trenes entre Budapest y Bruselas podría ser inevitable cuando Jean-Claude Juncker asuma la presidencia de la Comisión Europea. De manera significativa, Orban fue el único presidente de Gobierno que votó en contra de la designación de Juncker en el Consejo Europeo (aparte del británico David Cameron, que lo hizo por otras causas).
La semana pasada, la comisaria europea Neelie Kroes acusaba a Budapest de aprobar un impuesto para crujir económicamente al único canal de televisión que mantiene una línea crítica con Orban. Y en las últimas elecciones generales de abril, los observadores de la OSCE alertaban sobre la peligrosa amalgama entre la imagen del Estado húngaro y la del partido de Orban (Fidesz), una mezcla habitual en los países pseudodemocráticos.
La UE dispone de dos instrumentos para reaccionar. Desde 1997, puede suspender el derecho de voto del país que viole los derechos fundamentales, castigo que estuvo a punto de sufrir Austria cuando los conservadores formaron un Gobierno de coalición con la extrema derecha de Jörg Haider.
Y desde 2001, tres años antes del ingreso de Hungría y el resto de países de Europa Central y del Este, la UE dispone de un mecanismo preventivo para alertar de “un riesgo claro de violación grave de los valores contemplados en el artículo 2”.
Ninguno de los instrumentos se ha utilizado nunca, entre otras cosas, por temor a que se interprete como una insoportable injerencia de la UE en la idiosincrasia política o social de cada país. Y también porque en cada caso, las familias políticas han arropado al Gobierno díscolo de su propio color.
El Partido Popular Europeo (PPE) calificó como “golpe” la destitución de su correligionario Trian Basescu como presidente de Rumanía, mientras los socialistas defendían al supuesto “golpista”, el primer ministro de ese partido, Victor Ponta.
En Hungría se vuelven las tornas. Los socialistas denuncian la deriva de Orban, que es nada menos que vicepresidente del PPE. Y los populares se desentienden e incluso consideran a Orban como una “vacuna” contra otras fuerzas más extremistas que existen en su país.
El empate deja sin resolver la gran pregunta:¿Tolerará la UE un golpe de Estado en uno de sus socios? La hipótesis suena lejana. Tan lejana como parecía la reestructuracíón de la deuda pública en un país de la zona euro (Grecia, 2011) o el establecimiento de un corralito en otro (Chipre, 2013).