Economía colaborativa: una oportunidad
El movimiento del colectivo de taxistas en varias ciudades españolas recientemente en contra de la compañía norteamericana Uber, el intento de Fomento de imponer sanciones por el uso de ésta o de Blablacar, con respuesta de Bruselas incluida, y por último la menos mediática pero no menos relevante presión que a nivel autonómico se está ejerciendo sobre plataformas como Airbnb mediante la regulación de los alquileres turísticos ha puesto el foco definitivamente sobre la llamada economía colaborativa.
Efectivamente, estas empresas comparten un mismo denominador: utilizando la tecnología disponible (especialmente móvil) ponen en contacto a personas que disponen de activos ociosos o infrautilizados con personas que necesitan hacer uso de ellos. Estos activos pueden ser desde coches (Uber o BlaBlaCar) hasta viviendas (Airbnb, Homeaway) pasando por tiempo (Taskrabitt o Etecé en España) o incluso dinero (Kickstarter), por citar algunos casos. Normalmente, ese servicio tiene un precio pero existe igualmente la posibilidad de intercambio y trueque y la plataforma cobra normalmente una comisión. Obviamente, el escenario de crisis en los países occidentales ha empujado el desarrollo de esta nueva economía que promueve una nueva figura, la del microemprendedor que está utilizando estas plataformas como una salida ante la situación actual. Según Forbes, los ingresos globales generados por este microemprendedor superarán los 3.500 millones de dólares este año y el crecimiento de este tipo de consumo será del 25% respecto al año anterior.
A nadie escapa que la economía colaborativa, etiquetada por la revista Time como una de las diez ideas que cambiarán el siglo XXI, dispara de lleno sobre la línea de flotación de sectores existentes que ven en estas nuevas empresas una clara amenaza y que el legislador se encuentra frente a una situación completamente nueva, en la que necesariamente tendrá que regular para acomodar estas actividades en la sociedad, garantizando en la medida de lo posible la menor fricción con esos sectores que se ven amenazados, permitiendo que modelos basados en innovación y generadores de empleo puedan subsistir con garantías y evitando que operen en la economía sumergida. No es fácil y tampoco está claro aventurar cómo quedará el panorama, pero lo que sí es obvio es que estas iniciativas están cuestionando el modo en que muchos mercados, particularmente de servicios, están operando y, sobre todo, cómo son regulados. El servicio del taxi en ciudades como Madrid por ejemplo tiene cerrado el número de licencias, limitado el número de horas y días que puede ofrecer el servicio por taxi y regulado el coste del servicio, todo, al parecer, en aras de repartir el trabajo entre lo que parece un exceso de oferta que impide a sus profesionales obtener un rendimiento suficiente (y amortizar el coste de la licencia). Resulta poco menos que sorprendente que en tal situación de sobreoferta aparezcan empresas que pretendan entrar a competir en ese mercado. Desde luego, algo no funciona y quizás la regulación debería ir en esta línea, porque seguramente el principal perjudicado sea el usuario.
Este usuario es un nuevo consumidor con otros valores y otros hábitos que claramente, y esto es incuestionable, está demandando una nueva forma de consumir donde la propiedad del activo deja de tener importancia en beneficio del uso de ese activo y pagar únicamente por ese uso. Una reciente encuesta global de Nielsen concluía que el 68% de los consumidores está dispuesto a compartir o alquilar activos a otros y otro 60% lo está a compartir o alquilar activos de otras personas. Estos nuevos hábitos son especialmente notorios en el ámbito turístico, donde hay turistas que prefieren la experiencia de alojarse en viviendas particulares que ofrecien una opción diferente y un valor añadido que debería regularse no para prohibirse, tal y como se está haciendo en algunas autonomías, sino para hacerlo compatible al resto de oferta turística.
Europa, como ya apuntaba la comisaria Kroes tras la polémica de Uber, no puede quedarse atrás y mucho menos España. Nuestro país necesita de audacia legislativa para poder convertirse en un hub de innovación y creación de empresas y el entorno de la economía colaborativa puede ser uno de los ámbitos donde se dé esa oportunidad. Regular con ánimo únicamente de proteger un status quo de ciertos sectores puede cercenar una de las posibilidades de crecimiento que España ni puede ni debe permitirse.
José Luis Zimmermann es director general de la Asociación Española para la Economía Digital.