Devaluación salarial, prestaciones y déficit
La crisis financiera, de producción y de empleo que ha asolado el país en los últimos siete años ha transformado muchos paradigmas y ha puesto en revisión otros muchos más. No se trataba de la primera vez que España se empachaba de desequilibrios económicos por el crecimiento acelerado y el descontrol de los precios y los costes; pero sí era la primera vez que lo hacía desde dentro de una zona monetaria amplia y de la que solo representa una pequeña porción, y con los brazos de madera, puesto que no disponían sus gobernantes ni de autonomía monetaria, ni cambiaria, ni fiscal. El sobreendeudamiento provocado por demasiado dinero demasiado barato durante demasiado tiempo ha paralizado las decisiones de inversión de los hogares y ha dejado temblando al sistema financiero.
Y la espiral de costes y precios, que se desencadenó en paralelo en los diez primeros años del siglo, destruyó los estándares de competitividad que tenía la economía española, que se reflejaban en las ventas al exterior y también en el mercado interior. Solo una recomposición de los costes, sobre todo de los salariales, que son los más intensamente utilizados en una economía sesgada hacia los servicios, podía rescatar los niveles de competitividad y con ellos unos crecientes niveles de empleo para tratar de blanquear el que es el primer agujero negro de la economía y la sociedad española: un desempleo cuantitativamente mareante.
Con cambios regulatorios en la determinación de los costes y de los despidos, y con una disposición más flexible de las plantillas a adaptar sus sueldos a una situación más exigente, la economía española se embarcó hace ya más de dos años en una devaluación interna de sus costes laborales nada despreciable, puesto que en un lapso de tiempo relativamente pequeño España ha logrado absorber prácticamente toda la pérdida de competitividad exterior imputable a la presión de las alzas salariales. Esa presión devaluativa ha sido más intensa en los sueldos medios y bajos, y ha desplazado significativamente hacia abajo las remuneraciones medias, reduciendo los diferenciales con otras rentas primarias, como es el caso de las prestaciones por desempleo o las pensiones públicas de jubilación.
Tal ha sido el descenso de los sueldos, que algo más de cuatro millones de asalariados tienen una remuneración por su trabajo inferior, y en el mejor de los casos igual, a la prestación contributiva media por desempleo. Los asalariados que han perdido su trabajo durante la crisis se han visto sorprendidos después por la curiosa circunstancia de que las nuevas ofertas de empleo cuentan con una remuneración que es aproximadamente la mitad de la que tenían antes del despido. Y en muchos casos comprueban también que la oferta salarial nueva es igual, o inferior también, a la prestación de desempleo, lo que la convierte en un obstáculo objetivo para la aceptación de un nuevo trabajo. Así, las tradicionales suspicacias de que un seguro de paro generoso desincentivaba la búsqueda de empleo se han desvelado como hechos ciertos en muchos casos tras un leve sondeo del mercado. Desde luego que la fuerte presión del colectivo de desempleados y la nueva realidad de precios y costes genera un descenso de los salarios ofertados. Pero no estaría de más volver a analizar el grado de desincentivo al trabajo que supone el seguro de paro, y corregirlo.
En una situación como la actual, una devaluación de los costes laborales directos (salarios) debe ser secundada por una devaluación de las prestaciones en cuanto el nivel de desempleo comience a ceder. Sobre todo para corregir situaciones económicamente injustas como las actuales, aunque en buena lógica unos salarios menores deben generar cotizaciones inferiores y devengar prestaciones ulteriores también menores, tanto en el desempleo como en la jubilación. Pero como esta reacción cíclica es muy lenta y larga, debería ser acortada con revisiones normativas concretas adicionales.
Esta revisión, ya iniciada en la Seguridad Social con el cambio de la actualización de pensiones para acoplarlo a la economía y la demografía, debe extenderse al resto de prestaciones por una necesidad de saneamiento de las finanzas públicas, que no podrán con los actuales mecanismos de cotización soportar las exigencias de las prestaciones.