Suarez, el hombre y el político
Un hombre único e irrepetible para un momento igualmente único e irrepetible para España. La historia de una España hasta ese momento siempre convulsa y exaltada. Un hombre al que el Rey de España confió el destino de este país quejumbroso, y en cierto modo, confió el suyo propio. Dos hombres excepcionales para una transición que ha sido modélica en muchos ámbitos al igual que generosa y confiada. Un político de carne y hueso, un hombre prudente y sereno, pero político con instinto, fuerza y un coraje extraordinario.
Sólo en los momentos de debilidad, de incertidumbre, de miedo son capaces de emerger figuras con carisma, con audacia, con coraje y un ímpetu y una fuerza moral extraordinaria. La historia no es caprichosa, es simplemente sabia. Hace casi treinta y nueve años España iba a pasar una página de su historia y abrir otra incierta, insegura y titubeante. Sólo un año después, tras aquél histórico, valiente y contundente discurso de su majestad el Rey en Washington, la gran piedra angular de la transición democrática española sería colocada ante el escepticismo de muchos. Adolfo Suárez pilotaría ese proyecto, el más extraordinario que jamás haya conseguido la clase política española en toda su historia. Desde el primero al último, desde el jefe del estado al último ciudadano, arrimarían su hombro a esta epopeya colosal que sólo la miseria y lacra del terrorismo robarían tímidamente esos años el brillo y esplendor que tuvo.
Aquella era otra clase política. Otros retos, otras ilusiones, otras formas. Sabíamos de dónde veníamos, sabíamos a dónde no queríamos regresar. Las amenazas muchas, las afrentas, casi todas, desde los viejos estamentos, desde las ideologías más radicales y el inmovilismo de una parte. En estos tiempos en los que el ser humano ya no es centro de nada, siquiera de compasión, donde las sociedades se adormecen en su propia pasividad e indolencia, donde los valores sucumben y las ideologías se evaporan, donde la nada y el todo ni siquiera se sabe realmente qué significan, donde la memoria y la objetividad se sojuzgan y reescriben al calor de cierta hipocresía cuando no burdo fariseísmo, donde las palabras pierden su sentido y la semántica se pervierte, la imagen, el recuerdo, la presencia seductora y afable de aquel hombre todavía cobra mayor vitalismo, mejor simbolismo. Hace ahora seis años una imagen nos evocó con cierta tristeza, pero con un respeto y recato absoluto, a esos dos grandes protagonistas de nuestra transición, de espaldas, el Rey de España paseando por el jardín de los silencios emotivos y los recuerdos que ya no existían con Adolfo Suárez, -el hombre que supo encontrar la concordia que tanto hacia falta en momentos de tanta incertidumbre-. Una imagen que debe hacernos reflexionar, mirar al pasado y pensar en este presente tan taimado y procaz, displicente y hosco al que nos aboca la clase política de hoy. Una clase que fustiga y hastía la política, cansina y profesional de unas coreografías y un marketing donde nada se deja al margen y sí en cambio al ciudadano y una sociedad indolente y pasiva. Hubo otro gran protagonista, el pueblo español, su totalidad, su soberanía. Libres de miedo, de ataduras y de odios funestos. Libres de ira, de rencores furibundos y de venganzas. Libres, sin más adjetivos. Y hoy, perdidos en la decadencia de una manera de ejercer la política, la palabra y el diálogo, emerge como un gigante de la historia la figura de aquel abulense presidente del gobierno. Apenas cuatro años de presidente, cuatro difíciles y complejos años donde la violencia, el paro, el inmovilismo, el sectarismo intransigente, el siempre implorante nacionalismo, el ruido de sables, las zancadillas y traiciones hicieron mella en aquel hombre solitario y abandonado por todos, absolutamente todos. Un hombre que hizo posible lo que parecía imposible, que hizo normal lo que tenía que ser normal a nivel de calle, que prometió y podía prometer, cumpliendo unas veces y otras no.
La voz de la concordia se enmudeció hace mucho tiempo tras los laberintos oscuros de la propia memoria. Pero su ejemplo se hace hoy más necesario que nunca, en un tiempo de pesadumbre y raquitismo intelectual. Un tiempo donde la hipocresía y el relativismo ni siquiera es capaz de agitar nuestras dormidas y pasivas conciencias. Tiempo de vacíos absolutos, de crispaciones espurias y dobleces mendaces. Con la desaparición de Suárez se marcha un poco de nosotros mismos. Se va el hombre excepcional que hizo posible la democracia. Uno de los dos hombres que edificaron la democracia que hoy tenemos.
Abel Veiga Copo es profesor de Derecho mercantil de Icade.