Desempleo tecnológico
En el año 1996, el ruso Gary Kaspárov quedó sorprendido al contemplar cómo un anodino ordenador era capaz de derrotar a todo un flamante campeón del mundo de ajedrez. Hasta entonces, parecía que las máquinas solo podían sustituir al hombre en trabajos rutinarios o poco cualificados. Este triste desenlace ya no sorprendería al noruego Magnus Carlsen, vigente campeón del mundo, ya que sabe que si juega con la máquina, ¡perderá! Pero puede dormir tranquilo, porque el campeonato de ajedrez es un mundo blindado frente a las amenazas de las máquinas. Eso sí, para entrenarse y perfeccionar su juego, Magnus encuentra en su ordenador al mejor aliado.
Pero la situación es distinta para el ciudadano de a pie, ese que habita en un mundo en que las máquinas y las personas andan mucho más revueltas, ese que ahora también experimenta en propia carne los efectos de esta crisis (y sobre cuyas causas ya se ha escrito mucho y yo no voy a ahondar). Pero hay un factor que viene a sumarse a esas causas y que conviene contemplar, ese que Keynes en 1930 ya denominaba “desempleo tecnológico”: la pérdida de puestos de trabajo que propicia la introducción de nuevas tecnologías. Después, mercado y trabajo se van recuperando a medida que la economía y la sociedad consiguen reajustarse de nuevo. Un ejemplo clásico es la revolución industrial, que al final ha terminado generando muchísimo más empleo del que destruyó.
Pero lo que inquieta en esta ocasión es que esa tendencia podría no repetirse de la misma manera. Un hecho diferencial radica en que las máquinas, como muy bien saben Kaspárov y Carlsen, ya tienen capacidad para multiplicar y reemplazar nuestra inteligencia en determinadas situaciones, además de poder conectar a todas las personas del planeta. Desde finales de los noventa, el desarrollo exponencial de esta revolución digital es tan intenso (y sin precedentes) que podría tener una analogía con la famosa ley de Moore, en que el número de transistores integrados en un chip se duplica cada dos años. Esto viene a ser lo que afirman Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, profesores del MIT, en su reciente obra The Second Machine Age.
Estos cambios pueden pasar inadvertidos cuando se trata de megatendencias, pero sus efectos se superpondrían inefablemente a los de una depresión convencional. En lo que llevamos de esta crisis, ya se han destruido muchos puestos de trabajo y los pocos que se crean son más precarios y peor remunerados. A medida que la economía lentamente se reactiva, este componente de desempleo tecnológico puede pesar más de la cuenta: muchos puestos de trabajo que se destruyeron ya no volverán jamás; serán sustituidos por máquinas más eficientes.
El potencial acumulado por la nueva tecnología podría ser muy superior al que pensamos y esta crisis, su gran oportunidad para desplegarlo con intensidad en el mercado. Según los autores citados, podría existir una capacidad tecnológica latente como para que, en las siguientes dos décadas, las máquinas puedan asumir hasta el 47% de las categorías profesionales. ¡Esto es serio! Agentes de viaje o libreros ya saben de qué hablamos, pero muchos empleos de vendedores, economistas, auditores, médicos, corredores de Bolsa, abogados o periodistas dejarán de existir o su número disminuirá drásticamente, y esto sin mencionar que los coches puedan circular sin conductor y que los taxistas ya no sean necesarios (apuntando más al límite).
Si esto es así, el PIB aumentará, pero se generará bastante menos empleo del previsto. En el ámbito económico-social, la clase media se va reduciendo progresivamente y una parte de la riqueza generada se aleja de las rentas del trabajo y vira hacia el capital, como en tiempos que parecían lejanos. De hecho, los inversores, innovadores y propietarios de las máquinas encuentran en estas nuevas tecnologías un catalizador para conseguir mayor desarrollo económico (en 2012, el 1% de los americanos más ricos ganaron el 22% de la riqueza generada, frente a un 10% en 1980). Obviamente, habrá que promover políticas que administren y distribuyan la riqueza generada de una forma más justa y apropiada para todos los actores.
Pero la solución, desde luego, no pasa por limitar el avance de la tecnología. Eso ya lo intentaron los luditas en la Gran Bretaña del siglo XIX, destrozando las máquinas textiles que les quitaban el empleo: fracasaron estrepitosamente. Además, en un contexto de economía globalizada, si un país renuncia a un avance tecnológico, otro no tardará en aprovechar rápidamente la oportunidad que deja el primero.
Tampoco conviene competir contra la máquina, pero parece oportuno asociarse con ella y potenciar nuestra productividad. Es obvio que saldrán mejor parados aquellos puestos de trabajo que requieran ciertas habilidades cognitivas en su desempeño, muchas de las cuales quedan lejos del alcance de estos amenazantes artilugios. Pero los que parecen quedar más blindados del efecto de la máquina son aquellos trabajos que tienen una componente emocional en su actividad. Una buena noticia es que surgirán empleos de nueva generación, que ni tan siquiera conocemos su descripción.
Pero es en el sistema de educación donde habrá que buscar buena parte del remedio a largo plazo: tendremos que cambiar cosas. Las escuelas que se limiten a ofrecer únicamente conocimiento ya no serán de mucha utilidad, algo que los ordenadores y los recursos online podrán suministrar con facilidad. Habrá que poner más énfasis en desarrollar la creatividad del individuo en edades tempranas e identificar sus talentos con mayor celeridad. Es ahí adonde el profesor desempeñará un papel transcendental para que el alumno pueda desarrollar y potenciar sus habilidades, tutelándolo proactivamente durante el proceso, asegurándose de que aprende más a pensar que a memorizar. Deberá proporcionar atención más personalizada contando con la ayuda y complicidad de las máquinas. Por supuesto, los individuos tendrán que reeducarse y reinventarse más de una vez durante el transcurso de su vida.
Esta vez, ese periodo de reajuste del que nos hablaba Keynes parece que será más prolongado que en experiencias anteriores. Históricamente, la tecnología ha contribuido al progreso, pero el progreso no tiene por qué conducirnos siempre a una vida mejor. A nivel filosófico, siempre se plantea ese dichoso dilema entre hombre y tecnología, resumido en una cuestión reiterativa con el tiempo (y que nos gustaría contestar con un simple sí o no). La pregunta incómoda es: ¿hemos de hacer todo lo que podemos hacer? Hasta ahora, la respuesta inapelable es: ¡lo haremos!
Xavier Alcober Fanjul, ingeniero consultor.