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Tribuna
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Preparativos para un viaje

Sin saber muy bien la razón, encaramos el transito 2013/2014 acompañados por una cierta e inexplicable nostalgia con la que estamos obligados a reconciliarnos: “Y dejaré tras de mí/ olor a naftalina en cada armario/ y morirán las polillas en los libros/ y guardaré sus alas cuando vuelva”, como hermosamente escribió hace veinte años Ana Merino, Premio Adonais en 1994 con el poemario que da título a esta reflexión.

Pareciera como si, habiendo sufrido ya lo indecible, todo lo que venga será un déjà vu y conociéramos anticipadamente lo que va a pasar, sabiendo -además- que no todo será agradable, más bien al contrario: estamos dejando a nuestros hijos un incierto legado que, en el fondo, tendrán que asumir y del que deben hacerse responsables. Es tanto lo que hay que corregir que a los mayores no nos alcanza el tiempo. Todo está fallando, incluidas las instituciones y las personas que las representan, y nadie confía en nada: la única certeza que atesoramos es la de la incertidumbre. Nadie cree en nada, y a eso se le llama ahora desafección, una dolencia que necesita algo más que tiempo para curarse; sobre todo coherencia y hechos, no palabras huecas. Y, así las cosas, me lleno de amargura cuando me viene a la memoria la desazón de la joven universitaria que, a pesar de Nietzsche (una generación ha de comenzar la batalla que otra habrá de concluir), me confesó hace poco sentirse incapaz de luchar contra la corrupción porque “con los dirigentes de toda condición y con los políticos que tenemos, y que dicen representarnos, no hay forma de acabar con ella”. El último informe de Transparencia Internacional nos baja diez puestos, del 30 al 40, en la clasificación de los países que luchan contra esa lacra. Campeones como somos del desempleo, crecen entre nosotros la desigualdad y la pobreza, y ya han comenzado a decirnos que el pasado nunca vuelve, que el estado de bienestar se acabó, que las cosas son de otra forma y que hay que comenzar de cero. Ya nadie habla de un nuevo contrato social y si se te ocurre mencionar la necesidad -ahora más que nunca- de empresas e instituciones socialmente responsables, se reirán de ti. Mientras, el mundo financiero vuelve por donde solía y sigue siendo otra cosa: el corazón del poder y un fin en sí mismo. Los políticos profesionales no saben qué hacer porque muchos son conscientes de que los Parlamentos (el nuestro y todos) llegan tarde a los problemas que aquejan y preocupan a una ciudadanía desencantada, y también son sabedores de que las leyes solo apuntan soluciones pero no arreglan nada por sí solas. Pienso y lo he dicho, y lo repito ahora, que si los políticos no saben cómo remediar los asuntos, la solución es sencilla: si son decentes, que se vayan. Así de fácil.

Y hay más. A estas alturas, todos echamos en falta que, más allá de líderes o ministros que siempre andan buscando su espacio político y disfrazan la verdad con declaraciones optimistas, nuestros gobernantes sean coherentes y cumplan lo que prometen y, además, que nos digan lo que está pasando, que nos cuenten los hechos como son y, como ya somos adultos, que nos pidan los sacrificios que sean menester y nos vendan ilusión mirándonos a los ojos. Todos los que mandan deberían aprender a comunicar con veracidad, compromiso y transparencia, involucrando a la gente en el proyecto común. Claro que los demás, los sufridos ciudadanos, también tenemos algo que ver en este despropósito que es la actual situación de la vida española. Según dicen todos los que saben, el país no está para holganzas ni para esa naturalidad con la que todos nos hemos ido de vacaciones en Navidades/Año Nuevo/Reyes. Nos quejamos de que futbolistas y estrellas de TV y radio se van de a descansar (?) en estas fechas, olvidando que aquí todo el mundo enhebra días de asueto de la forma más natural, incluidos los directivos y los funcionarios, con o sin “moscosos”. Hasta el “Hiper Shop” de los chinos de mi barrio ha decidido racionalizar sus horarios, que ya es decir. Pareciera como si, pensando que el futuro sigue pintando negro, hubiéramos decidido colectivamente que había que disfrutar un poco y trabajar menos, o nada, en estas semanas llenas de fiestas. Hemos dejado de hacer cosas, de diseñar proyectos, de trazar estrategias, de desarrollar planes de actuación o de resolver asuntos a la espera de que otros lo hagan por nosotros o de que el Gobierno nos diga -tarde y mal- por donde tirar.

Y ya va siendo hora de que, además de exigir a los políticos, como es nuestra obligación, aprendamos a hacer las cosas nosotros solos: menos mangancia y más austeridad; más esfuerzo y menos vacaciones; menos políticos de aluvión y más profesionales competentes y bien formados y, en definitiva, más lideres -políticos o empresariales- que con verdadero espíritu de servicio, nos marquen el camino y nos digan cómo recorrerlo. Con un esfuerzo colectivo imprescindible, nuestro futuro es cosa de todos y pasa necesariamente por una revolución ética y, sobre todo, por un compromiso solidario y responsable de la ciudadanía para encontrar el camino de la libertad y de la justicia, ese hermoso maridaje que nos conduce siempre a la auténtica democracia. Al fin y al cabo, como escribió Aristóteles, “la felicidad pertenece a los que se bastan a sí mismos”.

Juan José Almagro es doctor en Ciencias del Trabajo y abogado.

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