¿Fue razonable el rescate bancario?
El programa de asistencia financiera a España concluye en unas semanas, y a su término el gobierno español, con el respaldo del Eurogrupo, no solicitará una ayuda adicional. Desde Febrero no se utiliza esta línea de crédito, y según las conclusiones de la última revisión del programa efectuada por el FMI, el BCE y la Comisión Europea, el mismo ha sido un éxito. El presidente del Eurogrupo, Dijsselbloem, ha afirmado incluso que “Los bancos españoles están mejor que los de muchos [otros] países europeos”.
España empezará en 2022 a devolver los 41.300 millones de euros que ha tomado prestado. Desde entonces, y hasta 2027, España deberá pagar alrededor de 7.000 millones de euros anuales para liquidar los préstamos; aproximadamente un 0,7% del PIB español. A la cantidad adeudada al Mecanismo Europeo de Estabilidad, naturalmente, se debe sumar el coste del rescate financiero que España ha financiado autónomamente, con impuestos y con recurso a la deuda pública.
Parece adecuado preguntarse si el rescate financiero a la banca española ha merecido la pena, dados sus enormes costes sociales. En los rescates de entidades financieras se deben conjugar dos elementos contrapuestos: por un lado, el riego sistémico, el potencial colapso del sistema financiero si quiebran entidades “too big to fail” (demasiado grandes para quebrar), o demasiado conectadas a otras, o demasiadas entidades pequeñas simultáneamente. El papel esencial del sector financiero como apoyo a la economía real exige impedir este colapso. Por el otro lado, existe el riesgo moral, que los directivos y accionistas de las empresas rescatadas (u otras) no aprendan la lección de sus errores, y asuman riesgos excesivos, en la creencia, recién demostrada, de que el Estado acudirá a su rescate si sufren pérdidas muy abultadas.
La justificación del rescate financiero al sistema bancario español parece evidente: los test de estrés realizados durante 2012 (y la percepción generalizada) evidenciaron que numerosas entidades necesitaban recapitalizarse para poder afrontar las pérdidas asociadas a la depreciación de sus activos. Las entidades fallidas que no podían recapitalizarse por sus propios medios representaban más del 20% del sector, y colectivamente podían constituir un riesgo sistémico para la economía española. Por ello, España invirtió a fondo perdido en estas entidades, con el fin de cubrir sus pérdidas pasadas, y dotarlas de capital.
España empezará en 2022 a devolver los 41.300 millones de euros que ha tomado prestados
Sin embargo, esta situación no justifica por sí sola el rescate bancario, y, lamentablemente, falta información pública esencial para valorar su conveniencia. Quince meses después de que el Reino de España firmase el Memorando de Entedimiento para rescatar las entidades financieras en apuros, bajo numerosas condiciones (no todas razonables ni convenientes: por ejemplo, los ejercicios de deuda subordinada o el castigo a las Cajas de Ahorro bien gestionadas), aún no se conoce quiénes se han beneficiado de que las entidades rescatadas no quebraran (y cabe recordar que el rescate bancario empezó mucho antes de pedir ayuda a Europa). ¿Quiénes hubieran sido los perjudicados de un no-rescate? ¿El sistema se hubiera venido abajo si las entidades rescatadas hubieran quebrado? ¿Se evitó un contagio a la economía real? Los test de estrés no respondieron a estas preguntas, no entraba dentro de su cometido; solamente certificaron que, sin recapitalización externa, las entidades señaladas hubieran quebrado en cualquier escenario futuro razonable, y cuantificaron sus necesidades de capital.
Para determinar la conveniencia del rescate, la cuestión de cui prodest debería haber sido esencial. Si los beneficiados de que no quebrasen esas entidades eran los depositantes españoles (como ha afirmado un dirigente bancario), o importantes empresas no financieras, o incluso los bancos españoles aparentemente sanos, el rescate era razonable. Sin embargo, el Estado solamente garantiza hasta 100.000 euros por depositante, quedando excluidas de esta garantía las entidades financieras. Por ello, se debiera conocer qué entidades privadas han podido respirar gracias a que estos bancos no hayan quebrado, dado que ellas también han sido rescatadas con el triple esfuerzo del contribuyente (más impuestos), del ciudadano (menos Estado del Bienestar) y de algunos inversores (deuda subordinada, las famosas “preferentes”); naturalmente, algunas personas reúnen dos o tres de estos roles. Deberíamos poder saber cuántos empleos, cuánta actividad económica se ha salvado con el rescate. Además, si estas empresas han sido rescatadas indirectamente, sus resultados económicos son ficticios: para evitar el riesgo moral deberían tributar en mayor porcentaje, y las remuneraciones de sus altos directivos, responsables de colocarlas en situación de gran riesgo, quedar severamente limitadas.
Finalmente, cabe la fundada sospecha de que el rescate haya solucionado también los apuros de entidades financieras de otros países europeos: un 10% del pasivo de las entidades de crédito españolas a finales de 2012 correspondía a créditos del BCE, y según el Banco de Pagos Internacionales, la exposición internacional a la banca española era entonces de 172.000 millones de euros (de los que aproximadamente una cuarta parte correspondía a bancos alemanes).
Si esto fuera así, no es evidente por qué deben los contribuyentes, los ciudadanos, y algunos inversores españoles rescatar indirectamente entidades financieras de otros países europeos. El riesgo sistémico no justifica el rescate si afecta a otro sistema.
Debería haber severas limitaciones a remuneraciones e importantes impuestos
Estas entidades financieras extranjeras que prestaron dinero a la banca española rescatada no pueden alegar desconocimiento, no son preferentistas, sino profesionales de las finanzas bien informados, que libremente asumieron este riesgo.
Considerando el riesgo moral, si hubiera entidades europeas rescatadas indirectamente, éstas serían aparentemente sanas y rentables, pese a sus decisiones de inversión claramente equivocadas. De hecho, fueron cooperadores necesarios de la locura inmobiliaria española: sin su financiación, la banca rescatada no hubiera dispuesto de la liquidez necesaria para inflar la burbuja inmobiliaria (o financiar obras faraónicas sin estudios serios de viabilidad). De nuevo, debería haber severas limitaciones a remuneraciones e importantes impuestos sobre los beneficios, dirigidos a reducir el coste del rescate.
Si existiese una Unión bancaria, y el rescate de las entidades financieras correspondiese a Europa, este problema sería irrelevante, al coincidir el sujeto pagador del rescate (la sociedad europea) con el beneficiado por el mismo (al eliminar el riesgo sistémico europeo).
En cualquier caso, falta información esencial para valorar la idoneidad del rescate. Y, lamentablemente, lo que conocemos sobre el sistema financiero actual (por ejemplo, seis años después del inicio de la crisis, el crédito sigue sin fluir) no invita a confiar ciegamente en que se tomó la mejor decisión pública posible. No en vano, la banca ha obtenido del BCE liquidez ilimitada a intereses mínimos, buena parte de la cual ha inteligentemente invertido en deuda pública española (que ha pagado tipos mucho más elevados) emitida en parte, precisamente, para poder recapitalizar a la banca.
Mikel Larreina es profesor de Finanzas en Deusto Business School