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Tribuna
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Motivar a los funcionarios, ¿a quién le importa?

Ocuparse del estado de la motivación de los funcionarios puede no ser muy popular, pero no hacerlo es una estupidez. Son el mayor colectivo laboral del país ( y el más costoso, para 2014 están presupuestados 21.300 millones de euros en gastos de personal) y son vitales para determinar la dinámica y la eficacia del Estado. De ellos dependen la educación, la sanidad, la justicia y todo tipo de tramitaciones administrativas y regulatorias. Por eso es necesario preguntarse por qué más de tres millones de personas con puestos fijos y sueldos hoy en día envidiables, están en su mayoría aburridos y desmotivados.

En el imaginario popular un funcionario es alguien áspero, lacónico o prepotente que nos impone el poder que su posición le otorga. Alguien que rara vez expresa ilusión o entusiasmo por su trabajo. Si reflexionamos desde las teorías de la motivación el fenómeno es muy interesante pues demuestra la insuficiencia motivadora de la seguridad en el empleo, los salarios dignos, las facilidades para la flexibilidad y el trato supuestamente igualitario. Factores a los que muchos imputan la satisfacción profesional.

Al comenzar de su carrera, cuando superan la oposición, los funcionarios viven una fase de euforia personal derivada del hecho de haber, y haberse, demostrado sus capacidades, de poder mirar al futuro con seguridad y, en muchos casos, del hecho de poder servir a la sociedad. Poco sospechan que mucho de ese impulso e ilusión que sienten se debe a algo que, justo por alcanzar la meta que perseguían -ser funcionarios- ,perderán en gran medida en el futuro; me refiero a la conexión entre el trabajo bien hecho y el esfuerzo con el éxito y el sentido de logro y reconocimiento. Esa conexión, que refuerza el necesario sentimiento de valía personal, puede debilitarse mucho en la función pública. A menudo sólo opositando de nuevo volverán a alcanzar esa sensación de “autoeficacia” (Bandura, 1.977) tan vital para establecer el saldo motivacional personal. En la “luna de miel” inicial los funcionarios disfrutan de un nivel profesional y un sueldo que sienten como merecidos al haberse obtenido con esfuerzo y saberse parte de un sistema que teóricamente les permitirá progresar. Pero esa estructura, de cuya pertenencia se extraerá una parte del sentido personal de identidad y valía, es más rígida, estática y, sobre todo, inerte de lo que puede imaginarse. Es inerte porque, en ella, ser un buen profesional o uno malo apenas marca alguna diferencia en términos de reconocimiento y progresión; porque los jefes disponen de pocos medios para premiar; porque el factor liderazgo -tan importante para aportar estímulos a los empleados- no es muy abundante en ese medio; porque en la mayoría de las ocasiones en que sería necesaria la aplicación de medidas disciplinarias (negligencias, absentismos, etc.), no se aplican y porque, frecuentemente, sus buenas cualificaciones están infrautilizadas. Los ingredientes para crear atmósferas de atonía y desánimo están servidos. Es fácil caer en situaciones de indefensión aprendida (Seligman y Abramson.1.978), en ellas las personas reducen su actividad y tono anímico por falta de conexión entre lo que hacen y las consecuencias que se derivan de ello. El sistema tiende a generar frustración e inacción. Los humanos no somos autómatas que se activan sólo por la paga a fin de mes; y menos aún si esta está garantizada. Los factores higiénicos de la motivación (Herzberg.1.959) están todos presentes en el funcionariado: salario, seguridad, oficinas cómodas, categoría profesional, vacaciones, buenos horarios, etc. Pero no son ellos los que dan la satisfacción laboral aunque, eso sí, su ausencia desmotivaría. Faltan, y mucho, los verdaderos motivadores: el sentido de reto, de logro, la autonomía y creatividad en el ejercicio del puesto, el reconocimiento auténtico y la progresión vinculada al logro. Esto es lo que añoran los buenos funcionarios. Como sustitutos de estos factores de “propulsión” ausentes muchos buenos funcionarios –y creo que bastante más de la mitad lo son– alimentan su motor motivacional con dos tipos de combustible: el del sentimiento legítimo de realizar un servicio público y el de cumplir con su sentido del deber.

Creo que nuestros gobiernos no deberían dar por perdida la batalla del estímulo profesional de los funcionarios. Hay muchos medios que pueden usarse para ello: la movilidad inteligente entre puestos, la evaluación y el reconocimiento de méritos, los sistemas de incentivos sensatos, la aplicación de disciplina justa (pocas cosas desaniman más que el laisssez faire ante los negligentes), etc. Nuestra sociedad lo necesita y los funcionarios también. Nos importa a todos.

Juan San Andrés es psicólogo y director de recursos humanos Juansanandres.com

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