El futuro de Berlín está unido al de Europa
Las elecciones alemanas, previstas para el domingo 22 de septiembre, se han convertido en el foco de atención política y económica de Europa. Pese a que todos los pronósticos apuntan a la renovación –por tercera vez– del mandato de la canciller alemana, Angela Merkel, el interés por cómo quedará configurado el mapa político de la primera potencia del euro es extraordinario. Y lo es, no solo por la oportunidad de verificar cuál será el rumbo que adoptará la política alemana en los próximos cuatro años, sino por la urgencia de desbloquear de una vez por todas una gobernanza europea que languidece a la espera de que Alemania renueve su Gobierno.
Ni esta campaña ni los propios comicios germanos tienen mucho que ver con cualquier evento de corte similar en el resto de Europa. Con unas finanzas públicas saneadas y en envidiable superávit, un desempleo de apenas el 7% y un impulso exportador que la sitúa como segunda potencia del mundo en comercio exterior, la economía no es un arma arrojadiza electoral –al menos, no para la oposición– en la locomotora de Europa. Pese a las críticas a la supuesta falta de empatía con la que Berlín mira a sus socios más desfavorecidos, el bienestar alemán no ha surgido espontáneamente y de la nada. Buena parte de las exigencias reformistas que el país ha impuesto en los últimos años en la política europea forman parte de un camino que él mismo ha recorrido. Hace apenas una década, la economía alemana era considerada el enfermo de Europa. Un enfermo cuya férrea disciplina, afán de sacrificio y esfuerzo reformista ha terminado confirmándolo como paradigma de la salud en el Viejo Continente.
Esa mochila cargada de experiencia en la adversidad explica en buena medida el malestar con el que la ciudadanía alemana observa las dificultades y tropiezos de los socios más débiles de la moneda única, así como la reticencia a financiar lo que no pueden ver sino como el resultado de un espíritu similar al de la cigarra de Esopo. También permite entender mejor la firmeza inamovible con la que Angela Merkel ha defendido a lo largo de esta crisis la necesidad de aplicar una dura política de saneamiento fiscal en las economías de la eurozona y su larga resistencia a apostar por incentivos al crecimiento en sus socios más desfavorecidos. Todo ello forma parte del sentir del electorado y de la ciudadanía alemanas y hace improbable, gane quien gane, un giro brusco de los principios inspiradores de esa filosofía económica.
Cuestión diferente son los planes de la próxima cancillería respecto a la fortaleza de la gobernanza europea, así como la urgencia de apuntalar una integración que ha mostrado una debilidad pavorosa –hasta el punto de poner en cuestión la propia supervivencia del euro– a lo largo de esta crisis. Aunque las tareas pendientes en la eurozona son muchas, con la unión bancaria a la cabeza, todavía es una incógnita si un tercer mandato de Merkel o una victoria de la oposición se centraría en acometer con suficiente firmeza esa labor, por urgente y necesaria que sea.
Sin duda, el futuro de la Europa del euro depende de esa voluntad alemana de reconstruir la integración comunitaria y de llevarla a su plenitud política y económica. El primer presupuesto para lograrlo es que los comicios del próximo 22 de septiembre arrojen un Gobierno alemán fuerte y con suficiente respaldo interno. El segundo, y no menos importante, consiste en transmitir con firmeza a Berlín una verdad que a menudo parece olvidar: el hecho de que el futuro de Alemania está unido al futuro de Europa y de que un hipotético fracaso de Europa salpicaría también a Berlín. Parte de esa tarea tiene que ver con el inicio de una rehabilitación de la imagen política y económica de la Europa periférica. Una mejora que depende en último término de que los socios más débiles de Alemania demuestren que son capaces de culminar sus deberes con el mismo tesón con el que Berlín realizó los suyos hace una década. La construcción de Europa, como la de cualquier otra edificación, no puede empezar por el tejado. Es necesario asentar unos cimientos que en esta coyuntura histórica son responsabilidad de cada uno de los Estados miembros, empezando por la propia España.