Adjetivos, sustantivos y crisis
Desde que la consultoría moderna tuvo la audacia de convertir El arte de la guerra, del chino Sun Tzu, en libro de cabecera, muchos han sido los nuevos conceptos de gestión empresarial enunciados, utilizados y consumidos en el mundo desarrollado. Tal fue su impacto, que varias generaciones de empresarios han memorizado hasta la letra pequeña de una obra cuya esencia estriba en una sucesión de aforismos fruto del sentido común y la percepción del lento discurrir del tiempo, atributos ambos inherentes a la sabiduría oriental. Convertido en arcano milenario y elevado a los altares por su incidencia indiscutida en las cuentas de pérdidas y ganancias de la empresa moderna, el libro en cuestión ha sumado bríos a la agresividad comercial de los jóvenes ejecutivos y empresarios en pocas décadas. Hasta que la omnipresencia del adjetivo emprendedor –desempolvada en plena debacle económica- ha achicado sus espacios empresariales a mayor gloria de la lucidez política.
Entre una amplia escala de objetivos, la jerarquía morfológica de las palabras persigue comunicar hallazgos de la gestión empresarial orientados a minimizar -y restañar después- los efectos adversos derivados de las situaciones de crisis. Quizás otro día hablemos sobre la importancia de los participios y adverbios en la conjugación empresarial, pero el adjetivo de moda –emprendedor, objeto incluso de una ley- reclama día tras día toda nuestra atención. La dialéctica político empresarial parece haber tropezado con este hallazgo impagable del idioma castellano, aunque se me ocurre pertinente recordar que es un término derivado de la palabra francesa entrepeneur, comúnmente usado para describir un individuo que organiza y opera una empresa o empresas, asumiendo un riesgo financiero para hacerlo. Como adjetivo útil, describe ni más ni menos que la vocación empresarial en toda su dimensión.
Como adjetivo útil, describe ni más ni menos que la voacación empresarial en toda su dimensión
Dice la leyenda que en los países desarrollados cuando alguien traspone el umbral de una entidad financiera con una idea de negocio plasmada en un business plan coherente, suele salir con el apoyo necesario para llevarla a cabo sin tener que hipotecarse a sí mismo y a toda su familia de por vida. Ocurre que el adjetivo emprendedor ha sido sustantivado por la actitud emprendedora de la propia entidad y de un mercado financiero que orienta parte de su negocio hacia la economía productiva, en la que también cree como pilar de progreso. Incluso es posible que esta simbiosis cuente con un marco legal que propicie la sinergia de intereses necesarios, tanto para el crecimiento de una economía en bonanza como para la recuperación de una economía lastrada por la crisis. De otro modo, la miopía financiera termina sumándose a la miopía política, con el perverso resultado de un discurso demagógico, vacuo y dañino, sobre todo en los países “en vías de subdesarrollo”, que es como califica hoy a España algún que otro premio Nobel.
Los datos cantan en paralelo a la obsesión del Ejecutivo por acaparar titulares informativos que generen confianza. Puede que este sea el caso de la Ley de emprendedores, cuyas consecuencias analiza con lúcido criterio José Manuel Jiménez en “La burbuja del emprendimiento”, artículo publicado el pasado 12 de junio en este mismo periódico. Tras argumentar que “la falta de emprendimiento es una de las causas que nos ha llevado a la debilidad de nuestra economía”, Jiménez alerta sobre este nuevo bálsamo de fierabrás: “De pronto, parece que el emprendimiento, en su acepción más abstracta, es la solución mágica a los diversos males que nos afligen, incluidos los desequilibrios presupuestarios, la falta de ingresos fiscales, las rivalidades y dispendios de las autonomías y, sobre todo, parece el remedio milagroso para acallar la estridente cifra de más de seis millones de desempleados”. Este análisis, tamizado por la vertiente empresarial más estratégica de la comunicación, debería alertarnos de otra posible burbuja económica en ciernes.
En cuanto nos descuidamos, se cortocircuita la economía gracias a la trampa del autoempleo
Aunque las escuelas de negocio han contribuido a cambios cualitativos notables, la secular falta de emprendimiento de la economía española tiene su origen en una clase empresarial de bajo perfil profesional, más orientado al enriquecimiento rápido que a generar riqueza con la vocación de continuidad que requieren, por ejemplo, los grandes sectores industriales. En este contexto, empeñarse en otorgar dimensión sustantiva, pervirtiéndolo, a un adjetivo que podría gozar de alta funcionalidad en la gestión de la actual crisis, evidencia otro dislate en comunicación de los portavoces encargados de transmitir de manera creíble posibles ideas y soluciones que generen confianza. Las aportaciones de Sun Tzu, aderezadas con los criterios de transparencia que demanda toda estrategia de superación y progreso económico, pueden ayudarnos a fijar el concepto emprendimiento como la actitud necesaria por parte del conjunto de actores inmersos en el proceso, ya sean empresarios, autónomos, entidades financieras, instituciones económicas o sindicales. El efecto garaje, referente indiscutible de una revolución tecnológica sin precedentes por la creación de algunas de las principales empresas a nivel mundial, no parece ser un atributo mediterráneo. Aquí, en cuanto nos descuidamos, se cortocircuita la economía gracias a la trampa del autoempleo en la que parecen haberse enrocado gobierno, oposición y el sanedrín empresarial y sindical. Eso sí, aliados con la perversión del idioma.
Jesús Parralejo Agudo es presidente ejecutivo de Consulting 360 y espejopyme.com