El reajuste local
Hablar de la reforma local semeja la crónica de una insistencia. Ya por el XIX se iba y se venía, insuficiencias mediante, municipios y provincias, mancomunidades y demás ingredientes de una estructura territorial siempre reformable, como por otra parte suele suceder en la mayor parte de los países.
Pero en España se ha tardado demasiado en ajustar el diseño local a la realidad posconstitucional, con quejas explícitas de los alcaldes, quienes –a través de la federación que les agrupa– manifestaron sentirse preteridos en relación a las comunidades autónomas. Lo cierto, en cualquier caso, es que muchos de los ayuntamientos no están capacitados para hacer frente a las demandas ciudadanas; en el mundo rural, porque sufren un intenso declive demográfico, y en el urbano, por su disfuncionalidad, concretada en unos límites administrativos ampliamente rebasados por los problemas de la ciudad real.
Quienes viven desde la empresa esta situación reclaman eficacia. Pero es que cualquiera, porque todos sin excepción tenemos una relación inevitable con el municipio, vive en la carne de sus legítimos intereses la obsolescencia de la Administración local. Entre democracia política y eficiencia hay una dialéctica que se alimenta del fraccionamiento municipal.
Si echamos una mirada a los espacios que contienen la mayor parte de la población, las aglomeraciones urbanas, resulta patente la necesidad de un nivel supralocal, y lo que ahora existe –sobrepasados los límites tradicionales por la realidad– es incompatible con los hechos y su adecuada gestión.
Estamos, pues, ante un palmario desajuste entre el territorio institucional y el espacio funcional, provocándose una mala asignación de recursos. La sociedad contemporánea produce formas de vida en las que la movilidad es la regla, dando lugar a fuertes dependencias de los transportes en común o de los estacionamientos, por poner dos ejemplos.
Y hay quien piensa en la fusión de municipios como terapia radical, pero suelen olvidarse los elevados costes de negociación, ligados a obstáculos sociológicos, mucho más fuertes de lo que dibujos tecnocráticos parecen admitir. Sin echar en saco roto la renta de situación de los políticos, que ven amenazadas sus posiciones. Por lo tanto, animando las fusiones voluntarias, no estaría fuera de lugar explorar la cooperación robusta para gestionar en común relevantes servicios públicos, una supramunicipalidad tanto más necesaria cuanto más metropolitano sea el territorio. Ello permitiría una buena escala para generar estructuras flexibles de gobernanza y planificación estratégica de cara a un desarrollo urbano sostenible.
La recomposición municipal, para darle coherencia y adaptarla a la realidad económica, demográfica y social, debe ir hacia una mutación institucional progresiva y, a más largo plazo, culminar la identificación de los vecinos con ese nuevo ámbito relacional y decisorio. En ese aprendizaje a medio y largo plazo se siembra lo que luego podrá acabar siendo una sola jurisdicción. Y se puede y debe hacer con un significativo ahorro de costes, consiguiendo también una mayor competitividad territorial en su conjunto.
El último anteproyecto de reforma, en la versión más reciente que conocemos –por cierto, bastante mejorada–, ha tenido, al parecer, una sucinta intervención de los representantes locales, lo que no es buena cosa, a nuestro juicio. En cualquier caso, elegir municipio y provincia como los dos actores, prácticamente únicos, de este cambio plantea incógnitas que están por despejar. Reformar supone muchas veces contradecir, pero hacer a las diputaciones gestoras bisoñas de lo municipal es un reto no sabemos si necesario. O a las comunidades autónomas uniprovinciales. Tenemos, pues, dudas razonables acerca del modelo escogido para la imprescindible superación del esclerotizado mapa local.
Luis Caramés Viéitez es catedrático de Hacienda Pública, en representación del Círculo Cívico de Opinión