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Tribuna
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El territorio pendiente

Las recientes manifestaciones sugieren que la población española probablemente esté más unida que nunca frente a un enemigo común: la clase política. Mientras el Gobierno de Mariano Rajoy es el principal objeto de las críticas, no escasea la frustración con los Gobiernos autonómicos y locales y, desde hace unos meses, se hace hincapié en la necesidad de reformar la estructura territorial del Estado.

Desafortunadamente, este último debate se está concentrando erróneamente en el coste que produce al sistema, y no en cómo mejorar la calidad del mismo. Debe quedar claro que la situación en la que vivimos no proviene de las decisiones de emergencia del Gobierno actual, que obviamente no nos gustan a ninguno, sino a años de tolerancia con esa clase política no tan cuestionada hace unos años y de la que tanto nos quejamos hoy, pero que en cualquier caso es la misma.

El punto clave es que los problemas de gestión pública, notables a nivel nacional, autonómico y local en España, no solo hay que considerarlos a través de las deudas contraídas, sino que conviene ilustrarlos en un contexto más amplio, para darnos cuenta de la dimensión real de nuestros problemas.

Durante las últimas tres décadas se ha producido un cambio paulatino en la percepción de la importancia que tiene el territorio, y cómo gestionarlo de una forma más eficaz. En este contexto, conceptos como la descentralización, la gobernanza local o el desarrollo territorial han ido consolidándose a nivel global.

El origen de este cambio de percepción está vinculado a tendencias por todos conocidas, como el incremento de la competencia internacional o la introducción de importantes cambios tecnológicos, que han ido redibujando la geografía de la economía mundial, y ante la cual, tanto los países como las regiones, provincias y ciudades deben repensar cómo integrarse de la forma más ventajosa posible, siendo realista y teniendo en cuenta sus propias características.

Así, de una visión tradicional que vinculaba el crecimiento a las grandes ciudades o principales polos de producción se ha ido pasando a otra que promueve un rol más activo de los entes locales y regionales, bajo el entendimiento de que el crecimiento y el desarrollo puede surgir en los territorios si se utilizan bien los recursos y se les dota de un mayor protagonismo en la gestión de sus propios asuntos, así como en la relación con diferentes actores, dentro y fuera del contexto nacional.

Mi experiencia estudiando este fenómeno en diferentes regiones y países me ha obligado a ser muy prudente en un ámbito en el que no escasean los desengaños, y en el cual existe un auténtico abismo entre lo que propone esa base teórica resumida anteriormente y la experiencia práctica.

Esencialmente, mientras tanto la descentralización como la democracia local son conceptos deseables en determinados sistemas, una evaluación sistemática ilustra cómo en un número de casos demasiado abultado los encargados de liderar y gestionar la democracia regional y local no solo no promueven el desarrollo del territorio y su integración en un marco de oportunidades más amplio y duradero, sino que lo convierten en un rehén de sí mismo, aumentando la corrupción, empobreciendo el valor y la capacidad de las instituciones y erosionando la confianza de los ciudadanos.

Dicho de otra forma, he visto el potencial económico prácticamente en todas partes pero en muy pocas esto se traduce en un beneficio real para la población. La pieza angular es siempre el tener o no tener políticos bien capacitados, que ejerzan un liderazgo responsable, instituciones eficientes y transparentes, y un sistema de justicia que evite la permanente tendencia al abuso.

Durante los últimos años y, en particular, meses, los ciudadanos españoles no paran de echarse las manos a la cabeza cada vez que sale a la luz una nueva cifra sobre deudas, privilegios, clientelismos, sueldos abusivos o corruptelas. Peor aún, hay una tendencia aún más perversa en la realidad autonómica y local en España, casi siempre conocida y casi siempre consentida, endémica durante los festines de la década prodigiosa, y es la extraña inclinación a que los abusos no se penen, institucionalizando tanto la impunidad como la mala gestión.

En ese sentido, la reforma de la estructura territorial del Estado es crucial. Sin embargo, no es deseable que lo monopolice el debate sobre los costes. Lo que es imperativo es cambiar la cultura y calidad de nuestros políticos y gestores públicos. De otra forma acabaremos perpetuando la chapuza, más barata tal vez, pero también chapuza.

Carlos Buhigas Schubert. Analista político y especialista en asuntos europeos. @buhigaschubert

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