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Columna
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Una soberanía fiscal muy sobrevalorada

La soberanía fiscal es una gran cosa. Un Gobierno no es realmente autónomo a menos que pueda aumentar sus propios impuestos, prestar con cargo a su propia cuenta y asignar sus gastos. O al menos eso se dice. En la eurozona, la soberanía fiscal que todos los miembros han acordado sacrificar no es algo muy importante. Cada país seguirá determinando el tamaño y actividades de su Gobierno y no tendrá menos que decir sobre la estructura del sistema tributario. El único pedazo de soberanía que se abandona en los nuevos tratados es la responsabilidad de ser irresponsable.

Y, en teoría, eso ya se había abandonado con el Tratado de Maastricht en 1992. Francia y Alemania decidieron más tarde suavizar las reglas. Esta vez, el límite para tiempos normales es más duro -equilibrio presupuestario en lugar de un déficit del 3% del PIB- y el mecanismo de aplicación que se supone más difícil de evadir. Hay flexibilidad para las recesiones y ayuda a los miembros más débiles. Acuerdos de este tipo son necesarios para que la moneda única sobreviva. Pero las reglas tendrían sentido incluso si no existiera el euro. Cualquier Gobierno responsable quiere mantener en orden sus finanzas. Se supone que los mercados de bonos ayudan, pero en los años de crédito fácil, en la eurozona fueron negligentes -el diferencial de los bonos a diez años italianos con los alemanes fueron de media solo 25 puntos básicos entre 2000 y 2007-. La crisis mostró que esta actitud no favoreció a los Gobiernos. Tal vez los límites constitucionales y el Tribunal Europeo de Justicia pueden ser más eficaces. Además, la pérdida de soberanía fiscal es mucho menos importante que la autoridad que los miembros de la UE ya han transferido. Algunos tipos impositivos están armonizados, cada vez más la regulación es interregional, y la Corte de Justicia puede anular leyes nacionales por motivos europeos. El Tratado de Maastricht consagró el principio de subsidiariedad, pero los tratados previstos suponen otro pequeño paso.

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