Una Italia sin Berlusconi
El contraste entre la riqueza del arte, música, literatura y herencia jurídica de Italia y, por otro, el deprimente espectáculo de la máxima instancia política es digno de meditar. En el 150 aniversario de su unificación y, por lo tanto, de su explícita agenda de construcción de una nación, parece que Italia está bajo el control de un divorcio entre la dirigencia y la sociedad, y una permanente ruptura geográfica que sigue mostrando la diferencia entre el norte y el sur.
Italia está considerada como la cuarta economía de Europa y ha retenido durante décadas el lugar octavo de la mundial (puesto que en algún momento le ha sido disputado por España), lo que le ha valido una presencia sostenida en el G-8 y naturalmente en el G-20. Pero en los últimos años ha sufrido un crecimiento débil, que ha descendido más de cinco puntos, para situarse en apenas algo más del 1%. Aunque su inflación no es exagerada (2,8%), el desempleo es preocupante, pero asequible (8,4%). Pero en el país tanto la riqueza como la pobreza están mal repartidos: la renta per cápita de ciudades del norte doblan la de la provincia sureña de Calabria, como si se tratara de la diferencia entre un país del norte de Europa y otro de la mayoría de América Latina, donde millones de italianos emigraron en el pasado siglo. Encima de ese problema, la caja pública presenta carencias graves, incapaces de paliar los desequilibrios: aunque el déficit se mantuvo a un aceptable 4,5%, el nivel de deuda pública es verdaderamente alarmante a un 120%.
La tradición legal de Italia ha sufrido un daño quizá irreparable ante la contundente, y hasta ahora exitosa, política del ex primer ministro Silvio Berlusconi. Ha conseguido la aprobación de leyes que convierten en extremadamente fácil la prescripción de delitos financieros y de toda clase que se atribuyen al magnate. La llamada Ley del Proceso Breve, con el precedente de la Ley del Legítimo Impedimento, ha salvado en última instancia a Berlusconi del castigo por sus infracciones económicas, gubernamentales y, lo que es más escandaloso, sexuales.
En el nivel internacional, nada tiene de extrañar, por lo tanto, que a pesar del peso económico del país, Italia nunca ha conseguido penetrar el triángulo de los poderosos de la UE (Reino Unido, Alemania, Francia). Por decisión propia o incapacidad diplomática, Italia se ha quedado rezagada en las últimas crisis políticas de la periferia de Europa, al abstenerse de las primeras acciones contra Libia y a sumarse a última hora en la operación de la OTAN, a la que se había opuesto para luego demandar su liderato, bajo la amenaza de no seguir prestando el necesario apoyo del territorio, a tiro de piedra de Gadafi. Se ha dicho, por lo tanto, que Italia golpea por debajo de su potencial, pero la culpa no puede ser atribuida a la incapacidad de su diplomacia (una de las mejor pagadas del planeta), sino a las limitaciones de su dirigencia.
¿Por qué, después de todos los intentos de despojarse de Berlusconi, el electorado y el propio entramado legislativo han fracasado hasta ahora? La explicación reside en varias razones, cual más importante y suficiente de por sí. En primer término, destaca la actitud popular, sumisa y conforme, que solamente aprecia la acción pública de algún protagonista gubernamental, por encima del anonimato de los dirigentes de la época anterior. Berlusconi, por lo menos, se comenta que se mueve y hace algo, dicen los comentarios populares. En el fondo también subyace la nostalgia o mitificación por otras épocas dominadas por líderes con poder de decisión y un cierto carisma: Mussolini es el ejemplo.
En segundo término, por debajo de ese liderazgo aparente está la transformación del sistema de partidos después del final de la guerra fría. Entre 1945 y 1998, Italia fue gobernada por un triángulo formado por la Democracia Cristiana, el Partido Comunista (el mayor de Occidente) y el Partido Socialista. Este andamiaje se vino abajo cuando el enfrentamiento ideológico dejó de tener sentido y la centralidad de Italia como contrafuego ante la amenaza soviética se esfumó. Los partidos tradicionales desaparecieron casi por completo. El lugar de la derecha fue ocupado por partidos xenófobos en el norte, mientras la izquierda se dividió espectacularmente, apenas revivida con El Olivo que llevó a Romano Prodi al breve poder. El Partido Democrático no ha conseguido heredar la mística de la socialdemocracia, ya de por sí en baja en el resto del continente.
Se notó desde esa manera la ausencia de los líderes, de muy distinta identificación ideológica, de hace más de dos décadas: Moro, Andreotti, Togliatti, Nenni, Berlinguer, Craxi. Eran considerados interlocutores en Europa. En ese vacío encajó perfectamente la oferta de Berlusconi y su Forza Italia, que suena curiosamente como un eslogan futbolístico, tan querido por una buena parte del electorado. Con una mezcla de derechismo tradicional, ingredientes católicos y una gran dosis de populismo elitista en lo financiero, Berlusconi construyó un edificio que se asemeja a las construcciones milenarias de Roma, donde los periodos se acumulan unos encima de otros. Está por ver si la desaparición de Il Cavaliere significará el final del sistema corrupto. Con este legado, por lo tanto, Italia se inserta en la crisis europea, con un papel trastocado, de ser parte de la solución a constituirse en causante del problema.
Joaquín Roy. Catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami