España debe hacer lo que de España depende
Hay bastante consenso sobre el punto en el que estamos en materia de crisis económica y financiera, y que gráficamente supone haber regresado a la casilla de finales de 2008, a las vísperas mismas de la bancarrota de Lehman Brothers, que abrió definitivamente los ojos sobre la dimensión de los excesos, la profundidad de la crisis y el gigantismo de ayudas públicas que se precisarían para suturar la hemorragia. Es exagerado pensar que hemos vuelto al kilómetro cero de la crisis, pero desde luego no debemos estar muy alejados de él cuando la propia gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Christine Lagarde, advierte que estamos peor que en el verano de 2008. Desde luego que se han quemado etapas que era preciso quemar, y tres años después hemos descubierto que las recetas ensayadas, pese a su vastísimo coste, han servido de poco, y que otras que se retrasaron por ineficacia política siguen siendo inevitables. Gordon Brown, el ex primer ministro, lo tenía claro ya en 2008 y no dudó en sanear los balances de los bancos británicos con una nacionalización en toda regla; en Europa habrá que hacerlo ahora, cuando las carteras de deuda de las entidades huelen a putrefacción desde hace meses, porque sin sanear el sistema financiero, aunque cueste más dinero público, no hay capitalismo que valga.
Todo eso, así como tomar decisiones coordinadas de política monetaria y presupuestaria, depende de los foros de decisión internacionales, en los que España está aunque sea tangencialmente. De que se dé con la tecla adecuada en el FMI, en el G-20, en Bruselas o en Fráncfort depende una parte del futuro de la economía española. Desde luego. Pero hay una segunda parte, no menos importante, que depende de decisiones que deben tomarse en Madrid, para que la economía abandone la anodina curva de estancamiento que muestra en el último año, y que en absoluto permitirá proporcionar nuevo empleo a los nuevos activos y reducir la castiza tasa de paro nacional, que ya se ha instalado por encima del 20%.
El atropellado diseño del calendario político hecho por el Gobierno antes de verano, con una campaña electoral eterna diseñada para recomponer el maltrecho crédito del PSOE y que paraliza las decisiones determinantes durante todo un semestre en el que ni siquiera hay una pauta presupuestaria creíble, no es el mejor de los escenarios para que España haga lo que de España depende para superar la crisis económica. Unas cuantas cosas están en marcha, como la reordenación parcial de un sistema financiero que debería haberse fusionado, capitalizado y redimensionado ya hace unos cuantos trimestres. Pero la política reformista sigue paralizada y allí donde se han hecho modificaciones no han sido las exigidas por una realidad económica que nada tiene que ver con el pasado. Nadie cree que se haya hecho una reforma del mercado de trabajo adecuada, y cada vez menos creen que los cambios introducidos en el sistema de pensiones sean suficientes y contundentes como para evitar nuevos riesgos en su sostenibilidad financiera. Esto, de lo acometido; pero la lista de lo no acometido es muy larga.
Sea quien sea el que tenga la responsabilidad de gestionar el país tras las elecciones de noviembre, deberá revisar las reformas hechas y poner en marcha otras que movilicen la oferta y la demanda para ensanchar el potencial de crecimiento de la economía. Las dudas sobre los números reales de las cuentas públicas deben aclararse cuanto antes para llegar al objetivo marcado por Bruselas en 2013, tanto por la vía de los ingresos como de los pagos, cuidando siempre las figuras impositivas que ayudan a la actividad económica. Y todo sin descartar el temido Presupuesto en base cero que limpiaría decenas de programas de gasto inútil financiado con los impuestos de todos.
En paralelo, deben rediseñarse las capacidades del sector público y establecer un mecanismo de financiación de sus obligaciones coherente con la fortaleza financiera de la economía. Además, deben limpiarse las trabas al libre desarrollo de la actividad, muchas de las cuales habitan en los despachos redundantes de la estructura territorial del país. Solo así se recompone la confianza en la inversión que contrarreste el lastre del endeudamiento de una parte de los actores económicos con la suficiente inercia como para recuperar el crecimiento económico y el empleo.