El talón de Aquiles de la UE sigue al descubierto
Un año después del dramático y crucial fin de semana del 7 al 9 de mayo de 2010, la zona euro vuelve a jugarse su futuro en la interminable crisis de la deuda pública. Y aunque el peligro de desintegración que acechó a la UE hace doce meses parece haber desaparecido, el desafío de mayo de 2011 a la estabilidad financiera del club no se antoja un asunto menor. Y para confirmar la peligrosa repetición de los hechos, Grecia vuelve a ser, ahora como entonces, el talón de Aquiles que revela a los mercados las carencias estructurales de una Unión Económica y Monetaria que está aún lejos de completarse.
La insostenibilidad de la deuda pública griega parece tan evidente que los inversores ya han empezado a descontar una reestructuración. Y la desconfianza que genera esa perspectiva amenaza con contagiarse a los bonos de otros socios del euro, con el riesgo de que el impacto alcance más allá de Portugal e Irlanda, los dos países que, como Grecia, han tenido que ser intervenidos por la UE y el FMI. Este nuevo rebrote de la crisis soberana ha provocado en las autoridades europeas la misma respuesta que el castigo de los inversores a Grecia antes del rescate: negación del problema y tajantes desmentidos sobre cualquier posible solución. Pero una vez más, las instituciones comunitarias, desde Bruselas a Fráncfort, parecen olvidarse de que los mercados imponen su propia dinámica, por muy equivocada o especulativa que pueda considerarse. Y esos mercados, que ya han retirado su confianza a tres países de la zona euro, están dejando claro ahora, como hace un año, que al menos a Grecia no piensan devolvérsela en mucho tiempo, lo que dejará al Gobierno de Atenas ante el terrible dilema de depender permanentemente de la cara ayuda de sus socios internacionales o renegociar la deuda con sus acreedores y acarrear el baldón que ello conlleva.
Que Grecia haya terminado en esa encrucijada tras recibir 80.000 millones de euros en préstamos bilaterales y 30.000 millones del FMI deja claro que la estrategia de la zona euro para resolver los problemas financieros de sus socios ha fracasado, al menos, parcialmente. Ni siquiera la rebaja de un punto en los intereses que le han concedido a Atenas recientemente ha mejorado las perspectivas de que pueda hacer frente a sus compromisos. El fracaso del primer rescate de Grecia deja a la población de ese país en una maltrecha e indefensa situación. Pero tiene repercusiones, además, para el conjunto del club, porque desbarata los planes a medio plazo de los socios para zanjar la crisis de la deuda. Ni el fondo de rescate provisional (dotado con 500.000 millones de euros más 250.000 millones del FMI) hasta 2013, ni el definitivo a partir de esa fecha (dotado con la misma cantidad) parecen ya suficientes para calmar el espanto a los inversores.
La perspectiva de un segundo rescate de Grecia sin pedir contrapartida a los tenedores parece imposible políticamente de aceptar para países como Alemania, Holanda o Finlandia, tres de los seis socios que mantienen la triple A en sus títulos. Y la posibilidad de acelerar la entrada en vigor del nuevo fondo (que facilitaría una reestructuración) parece complicado de lograr, porque requiere una reforma del Tratado de la Unión Europea que se acaba de poner en marcha y tardará más de un año, como poco, en completarse.
La zona euro, por lo tanto, parece irremediablemente abocada a un nuevo punto de inflexión, como el de hace un año, como el del ya histórico fin de semana del 7 al 9 de mayo de 2010, cuando los líderes europeos impusieron disciplina (especialmente a España) y anunciaron la creación del fondo de rescate. En esta ocasión, la moneda única (que cotiza en cifras récord frente al dólar) no parece en peligro, pero sí la recuperación y la estabilidad de un sistema bancario, el alemán incluido, que todavía está en situación precaria.
El nuevo drama griego reclama, urgentemente, otro alarde de voluntad política, más ambicioso que el del año pasado. Una apuesta que debería pasar por el reconocimiento de que la Unión Monetaria requiere una integración política y fiscal plena, que demuestre de una vez por todas que los problemas financieros puntuales, por serios que sean, no pueden poner en entredicho la viabilidad del mayor proceso de integración económica en la historia de Europa.