Demografía y política en el Magreb y Oriente Próximo
Parafraseando a Marx y a Engels, un fantasma recorre el Magreb y Oriente Próximo: la frustración de decenas de millones de jóvenes-adultos sin nada que perder, excepto las cadenas de su desesperanza. Y es que la política aparece de la mano de la demografía, una vez más, en esta estratégica región del mundo. Túnez, Marruecos, Egipto, Libia, Yemen, Bahréin y Siria no son puntas de lanza del movimiento hacia el cambio democrático, sino que conforman ya un campo de batalla que se extenderá por el resto de países del área. Y es que la contradicción entre juventud y gerontocracia (máxime si esta va acompañada de autocracia y, o, plutocracia) tarde o temprano, acaba estallando, liberando numerosas tensiones políticas y sociales largamente gestadas.
El Magreb y Oriente Próximo tienen ante sí un problema político que resolver bajo el que subyace un problema demográfico mucho más profundo de carácter estructural. Las tasas de fecundidad, si bien se presentan en la actualidad mucho más reducidas, se mantuvieron altas en las últimas décadas, como consecuencia del tardío desarrollo de la segunda fase de transición demográfica en la región: aquella en la que tasas de natalidad elevadas coexistían con tasas de mortalidad reducidas, lo que propiciaba un fuerte crecimiento natural.
Pues bien, actualmente en el Magreb y Oriente Próximo son los jóvenes y adultos jóvenes, nacidos en esa fase demográfica, los estadísticamente mayoritarios: las edades modales en los países citados (Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Bahréin o Siria) son las generaciones de los que hoy tienen entre 20 y 35 años, los cuales suman -solo esa franja de edad- 119 millones de personas, esto es, casi un tercio (exactamente el 26,8%) del conjunto de la población, según he estimado a partir de la información estadística que ofrece la División de Población de las Naciones Unidas. Dos tercios de este importante colectivo están en paro o desarrollando empleos precarios. Y son estas generaciones correspondientes a los nacidos a finales de los años setenta y en los ochenta del pasado siglo los que han llevado -o quieren contribuir a llevar- a estos países el cambio político a partir de revoluciones sin armas (Libia es la excepción). Así pues, la revolución democrática en el Magreb y Oriente Próximo puede ser consecuencia de la transición demográfica y es que la demografía en la actualidad no es un factor coyuntural, sino estructural, que se ha convertido en la pieza clave para reconstruir el rompecabezas político, económico y social de la región.
La singularidad de estos países no es, como una buena parte de la opinión pública cree, ni una fecundidad desbordada (el número de hijos por mujer en la actualidad en Túnez es de 2, en Argelia y Marruecos, de 2,4 ) ni un alto crecimiento demográfico (que está en torno al 1,6% anual) ni la pobreza (la renta per cápita de algunos de estos países les permitirá alinearse al de los que forman el club de las rentas medias).
Tampoco son rasgos que los caractericen ni el fanatismo religioso antioccidental (Europa es más bien un horizonte soñado) ni su vocación emigratoria (estos países conforman, en valores relativos, algunos de los mayores focos receptores de inmigrantes del mundo: Arabia Saudí, Kuwait, Bahréin, Catar, Omán, Emiratos Árabes, en Oriente Próximo; Libia en el Magreb) ni su uniformidad: cada país es, histórica, social, territorial y culturalmente único.
Por el contrario, su signo identificador común, además de la pésima distribución de la renta y el escaso reflejo de sus grandes recursos naturales en su desarrollo social, es -insisto en ello- el gran peso demográfico de la población joven-adulta. Este colectivo, mayoritariamente urbano, no conoce el analfabetismo; es, en un alto porcentaje, bilingüe, también culturalmente; y está informado y conectado al mundo a través de la red y de la televisión vía satélite.
A sus estudiantes universitarios de Economía tal vez les han hablado en clase del dividendo o bono demográfico, de esa ventana de oportunidad que se les abre a los países que controlan su fecundidad, pero los jóvenes estudiantes oyen esta teoría y constatan que ellos y sus compañeros de generación son la condición necesaria, pero no la condición suficiente, por lo que les resulta ajena.
Y es que durante demasiados años han visto pasar el tren del crecimiento económico y de las divisas por exportaciones sujetando con su espalda las paredes de sus ciudades, ellos, e invisibilizadas, ellas: no es otra la imagen que nos traemos a Europa cuando visitamos estos países. Esta generación merece un futuro mejor o, simplemente, algún futuro.
Europa, aunque solo sea porque su futuro está histórica, política, demográfica, geográfica y económicamente uncido al de los países del Magreb y Oriente Próximo, no puede permanecer como una espectadora muda y ajena a todos estos hechos, viendo cómo los hijos de la transición demográfica se convierten en los hijos de la ira.
Pedro Reques Velasco. Catedrático de Geografía Humana de la Universidad de Cantabria