_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Torear la marca España

España ha vuelto a tener 45 millones de habitantes, de los que algo menos de la mitad integra la población laboral. Durante los años de la abundancia, rayana en la opulencia, el país consumió financiación como si su capacidad de amortización de los créditos fuese casi ilimitada. Esa visión evocadora de un futuro que siempre se esperaba mejor hizo incurrir a la economía nacional en déficits por cuenta corriente superiores al 10% durante varios ejercicios consecutivos. Es decir, el país, entendido como el conjunto de sus Administraciones públicas, sus empresas y sus ciudadanos, se comportó como si tuviese más de 50 millones de consumidores, a los que incorporaba figuradamente otros cinco más cada año; dicho de otra forma, gastó con la expectativa de que su renta creciese 1.000 puntos básicos anualmente de forma acumulativa.

Ahora, cuando de la fuente apenas mana un hilillo de liquidez y el cántaro amenaza con romperse por el exceso de uso, España vuelve a ser España, en un viaje de regreso a una realidad demográfica, económica, política y social que no tiene por qué ser interpretada como un retroceso, sino como un reajuste necesario. Desafortunadamente, en este tránsito el crecimiento se ha quedado del lado de los puntos básicos de la prima de riesgo, que ha llegado a equipararse con la de Rumanía, y del desempleo, un lastre para la recuperación del consumo nacional y un gran sumidero de confianza.

Si el país quiere volver a crecer, única forma conocida de recuperar los niveles de empleo, tendrá que hacerlo más allá de sus fronteras. Sin embargo, la apuesta radical a favor de la exportación, tal y como fue definida por alguno de los empresarios presentes en la reunión con el presidente del Gobierno y dos de sus tres vicepresidentes, celebrada el pasado día 27 de noviembre en el palacio de la Moncloa, requiere decisión, bases de conocimiento, recursos, innovación y mucha, mucha comunicación.

La decisión deviene en obligación ante el achicamiento del mercado doméstico y la urgencia en abrir nuevos horizontes. El conocimiento se presupone a cada empresa en el ámbito de su industria o sector, pero requiere una extensión en términos de aproximación a nuevos mercados y culturas, exploración de alianzas con socios/embajadores locales y gestión de la diversidad sin renuncia a los valores propios. Los recursos necesarios para acelerar los procesos de internacionalización habrán de ser considerados como la mejor inversión posible para mejorar la competitividad, en cuya cúspide se sitúa la innovación.

Y todo ello no será posible sin una estrategia de comunicación que ponga en valor los intangibles de la organización para su transformación en palancas tangibles de un nuevo crecimiento sostenible.

Las empresas españolas operan en el mundo con dos marcas: la suya propia, sin duda la más determinante a la hora de inducir los procesos de elección, y la del país de procedencia. En este sentido, son urgentes dos ejercicios: el primero se refiere a la globalización de las marcas españolas, una transición desde la zona de confort de los territorios conocidos que se antoja fácil de enunciar, aunque difícil de ejecutar; el segundo remite a la gestión de la marca-país.

Básicamente, la imagen de España se ha construido hasta la fecha a fuerza de hechos históricos, una cultura y un patrimonio atractivos y un turismo no demasiado exigente. Los recientes éxitos deportivos no son suficientes para cambiar las percepciones de la mayoría y ni siquiera han sido capitalizados como atributos de una sociedad competitiva.

Salvo tímidas iniciativas, ningún Gobierno se ha planteado en serio gestionar la marca del Estado. Cuando pensaba en ello, las dificultades desmotivaban a los promotores, cuyo voluntarismo nunca fue suficiente para tejer una bandera eficazmente atractiva. Ya sean las tendenciosas asociaciones con el patrimonio ideológico de la patria grande; ya sean las fronteras entre patrias chicas que construye la estructura autonómica del Estado; ya sea por política, economía o sociología del individualismo, España es un país huérfano de una marca comercial. Es evidente que tiene una marca histórica, pero también lo es que la historia no vende bienes y servicios salvo que haya sido orientada con inteligencia, planificación y consistencia hacia tal fin (Alemania, sin ir más lejos).

Entre las apuestas, ajustes y reformas que este país necesita no es menor la que se refiere a la estrategia de comunicación de sí mismo. No faltan agentes capaces de distribuir el mensaje, pero sí escasean los mensajes y, por supuesto, los líderes capaces de coger al toro por los cuernos y llevarlo por el callejón de una nueva competitividad. Otra tarea para un Gobierno que se la juega con el bono a tres años, a cinco o a diez y también con las oportunidades de una generación que habrá de viajar más por negocios que por turismo.

Este país de 45 millones de habitantes solo volverá a ser más grande si también lo parece.

José Manuel Velasco. Presidente de la Asociación de Directivos de Comunicación (Dircom)

Archivado En

_
_