Patologías fiscales y neutralidad
Ya han pasado casi 15 días desde que se conociera el proyectado cambio normativo que afecta al tratamiento fiscal de los accionistas de las Sicav. En este tiempo se han hecho comentarios, cábalas y valoraciones de todo tipo que principalmente abundan en dos cuestiones: por una parte, el contrasentido que técnicamente implica hacer tributar a los accionistas de las Sicav por la recuperación del montante de su inversión, mediante la aprobación de una excepción a una regla históricamente asentada en nuestro sistema fiscal, en cuya virtud únicamente cabe someter a gravamen el retorno de una inversión cuando su importe excede del montante inicialmente invertido.
Y por otra parte, la validez jurídica del procedimiento que pretende seguir el Gobierno para su aprobación, ciertamente alejado de los cánones de la legalidad y la seguridad jurídicas a la luz del mandato constitucional y las habilitaciones contenidas en las leyes reguladoras de los tributos para una disposición tan señalada como la Ley de Presupuestos.
Dejando de lado los comentarios que puedan merecer las medidas proyectadas, sobre las que se ha gastado ya mucha tinta, una cosa es cierta: los cambios están ahí y ya no parece haber marcha atrás. La voluntad del Gobierno parece firme y, por tanto, ya no cabe esperar en el futuro diferencias de trato entre los partícipes de los fondos de inversión y los accionistas de las Sicav. Tanto unos como otros, cualquiera que sea la forma que utilicen para obtener liquidez de su inversión -reembolso en el caso de los fondos de inversión y transmisión, reducción de capital mediante devolución de aportaciones o distribución de prima de emisión en el caso de las Sicav- tributarán cuando dicha liquidez se decida percibir, ni antes ni después.
¿Qué se gana con el cambio? Se gana en equidad y se alcanza una mayor homogeneidad en el tratamiento fiscal del ahorro procedente de la inversión colectiva. Se refuerza, además, el principio de neutralidad fiscal con que nacieron estos vehículos de inversión allá por los años sesenta, principio fundamental sobre el que, en lo que a su fiscalidad se refiere, gira el éxito de estas estructuras de inversión, aunque aún haya quienes no lo comprendan o no lo quieran comprender.
No ha de verse en el cambio normativo un ataque a las Sicav, como se ha descrito en algún medio, sino más bien una cura de urgencia -quizás no muy bien aplicada por los facultativos de turno-, para remediar una enfermedad leve que, aunque con manifestaciones mínimas, venía padeciendo desde hacía años el régimen fiscal de la inversión colectiva: la discriminación entre partícipes y accionistas a la hora de pagar impuestos por la generación de liquidez mediante reducciones de capital y devoluciones de prima de emisión.
La inversión colectiva seguirá adelante si la dejamos como está. Con tributación neutral en el vehículo inversor. Lo contrario sí que sería una patología grave, porque podría impulsar la temida deslocalización del ahorro de los españoles hacia otras jurisdicciones. Grave, también, porque desincentivaría la inversión extranjera en los mercados financieros españoles. Grave porque se reduciría el volumen de activos gestionados por la industria de la inversión colectiva en España, y con ello los ingresos del sector y el empleo que genera. Y grave, en suma, porque se trata nada menos que de 218.446 millones de euros, el ahorro de unos 6,7 millones de inversores, según datos publicados por Inverco que datan de finales de agosto.
Dejemos tranquilas, en fin, a nuestras Sicav, no vaya a ser que con tanto ruido a su alrededor decidan marcharse a otro lugar donde el anonimato y la tranquilidad sea un objetivo más valorado que la propia rentabilidad financiero-fiscal. Y dejémoslas como están, con sus fortalezas y sus debilidades, para que el sector siga como está: vivo. Y coleando.
José Manuel Ortiz de Juan. Abogado de Cuatrecasas, Gonçalves Pereira