España, país de ciencia
Desde don Marcelino Menéndez y Pelayo y su polémica sobre la ciencia española, venimos dando tumbos sobre nuestra capacidad en ese plano. Las eminencias por lo que se refiere a las ciencias de la naturaleza desde Santiago Ramón y Cajal, Juan Negrín y los bioquímicos como Severo Ochoa o Grande Cobián, los físicos como Blas Cabrera o Arturo Duperier han sido fenómenos casi siempre aislados.
Hubo figuras pero faltaba tejido social, ambiente para la investigación. Larra dijo aquello de que en España escribir es llorar pero el llanto mayor ha sido el de los investigadores. Eran los tiempos de la fuga de cerebros cuya reinserción resultaba tan difícil dadas las peculiaridades de nuestro sistema universitario y de investigación dispuesto siempre a premiar a los dóciles y refractario al talento.
Tuvimos la Junta de Ampliación de Estudios con Cajal al frente y Castillejo de factótum. Pero llegaron los nacionales militarizados y sospecharon de la ciencia. Se instaló el nacional catolicismo y de la mano del ministro Ibáñez Martín y de aquel edafólogo, José María Albareda, nació el Consejo de Investigaciones Científicas mucho más atento al control de la ciencia que a su promoción. El valor en alza fue el de la adhesión y volvieron las preocupaciones de la ortodoxia. Reaparecían aquellas controversias de la época de los Austrias cuando los teólogos informaban sobre la navegabilidad de los ríos. La transición tenía otras preocupaciones más inminentes de modo que hubimos de esperar a los Gobiernos de Felipe González para que empezara el renacimiento. Sus impulsos más notables fueron ligados a Javier Solana como ministro de Educación y Ciencia y a Juan Manuel Rojo como secretario de Estado de Investigación, dos admirados colegas de la Facultad de Ciencias de la Universidad Complutense. De ahí nació la ley de 1986.
Ahora en el legado que alguna vez dejará el presidente José Luis Rodríguez Zapatero quedará la multiplicada atención a las inversiones en I+D+i y esperemos que a la nueva Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación (LCTI), todavía en estado de tramitación en el Congreso de los Diputados. Subrayaba la ministra del ramo, Cristina Garmendia, al inaugurar el miércoles las Jornadas sobre la LCTI, que la inversión pública en este sector se ha disparado desde 1986 hasta contar hoy en día con unos recursos catorce veces superiores, que el número de investigadores es seis veces superior al de entonces y que nuestra producción científica ha seguido el crecimiento de nuestra economía de modo que España es hoy la novena potencia mundial si se atiende al volumen de artículos científicos publicados en revistas de prestigio.
La ministra parecía hacer balance al recordar momentos personales como fueron la puesta en marcha del Gran Telescopio de Canarias, el gran Tecan, el Centro Nacional de la Evolución Humana enraizado en el proyecto Atapuerca o el del Sincrotrón Alba de Barcelona. Y destacaba que esas oportunidades le habían permitido encontrarse con una sociedad local identificada con los proyectos y orgullosa de que se construyan en su ciudad. Qué diferencia con aquellas colaboraciones de la NASA y el INTA (Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial), por ejemplo, en la base de seguimiento de Fresnedillas donde el personal se repartía al 50%. Los norteamericanos eran ingenieros, los españoles jardineros, limpiadoras y conductores.
Claro que el debate debe dejar de ser cuantitativo y presupuestario. Se impone aplicar baremos de calidad para corregir las debilidades identificadas de la I+D española. Para empezar la cuestión clave es impulsar la participación privada para incentivar la inversión empresarial en el sector y favorecer el mecenazgo. Además hay que atender a un sistema que se ha hecho más denso y heterogéneo, que registra la aparición de nuevos agentes y que requiere una gobernanza más compleja donde debe tener participación el marco autonómico y europeo. Continuará.
Miguel ángel Aguilar, periodista