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Tribuna
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El 'milagro' alemán

En los últimos meses Alemania se ha enfrentado a sus aliados europeos y a EE UU sobre cómo responder a la crisis financiera global, al mismo tiempo que ha implementado rigurosamente sus propias políticas para acelerar la recuperación de su economía. Según los datos publicados recientemente los resultados están siendo notables. El último trimestre la economía alemana creció un 2,2%, el equivalente a un crecimiento anual de casi el 9%, el más alto desde la reunificación del país hace ya 20 años.

El Bundesbank ya ha corregido al alza sus previsiones y estima que el país crecerá este año un 3%, en lugar del 1,9% previsto antes del verano. Este crecimiento ha permitido al país entrar en un círculo virtuoso que le está permitiendo reducir su déficit presupuestario. También está siendo beneficiado por la debilidad del euro que favorece a sus exportaciones de maquinaria y automóviles que han aumentado un 28,5% en relación con el año anterior, sobre todo hacia China y los países emergentes.

Estos resultados parecen confirmar la tesis de que el Gobierno alemán, así como sus trabajadores y empresas, han llevado a cabo las reformas y han hecho los sacrificios necesarios en los años anteriores a la crisis para asegurar el futuro del país.

Una de las claves del éxito han sido las ayudas públicas para la reducción de la jornada laboral (Zeitarbeit) que han sido fundamentales para evitar los despidos, en un país que basa su competitividad en la formación específica y la productividad de sus trabajadores, y en el que las empresas no se puede permitir despedirles, o arriesgarse a que pierdan sus cualificaciones. En mayo de 2009, en el peor momento de la crisis, había 1,5 millones de trabajadores participando en este programa, y de acuerdo con la OCDE se han salvado más de 200.000 empleos.

También ha contribuido el consumo interno, favorecido por el aumento del número de trabajadores (ha crecido un 0,2% en relación al año anterior hasta alcanzar los 40,3 millones).

Sin embargo, las raíces del éxito preceden a la crisis y se remontan a las reformas de marzo de 2003 del canciller Schröder, cuando lanzó la denominada Agenda 2010 para transformar la economía alemana, muy lastrada y con unos costes poco competitivos, y convertirla en una economía ágil y competitiva. Este ambicioso programa supuso el recorte de las prestaciones sociales; así como una reforma laboral (se ha flexibilizado la contratación y el despido); del sistema de pensiones (la edad de jubilación se aumento desde los 65 a los 67 años); y del seguro de desempleo, para hacerlos más compatibles con las exigencias de competitividad de un mundo global.

Además los empresarios y empleados trabajaron conjuntamente para conseguir la moderación salarial. Por último, el país se mantuvo al margen del boom basado en el endeudamiento y el consumo que caracterizó a países como España o EE UU. Los resultados de estas políticas están a la vista: pese a la crisis, los niveles de desempleo (el 7,6%) son los más bajos de los últimos 20 años.

Una de las grandes dudas es si la locomotora de Europa tirará de sus vecinos, o si su crecimiento se explica porque se desenganchó del tren europeo. Los datos de crecimiento parecen indicar que esté último escenario parece probable, lo que podría suponer que la UE se convierta en una Europa de tres velocidades con países como Francia (que ha crecido un 0,6%) tratando de resistir el tirón alemán, mientras que otros (como España que sólo crece un 0,2%, Italia con un 0,4%, Grecia con un 1,5% de contracción, Irlanda o el Reino Unido) se quedan a la zaga mientras tratan de reducir sus déficits y deuda.

Para España esto debería suponer una importante lección: en Alemania el canciller Schröder, al que se consideraba un diletante sin principios y más preocupado de su imagen que de resolver los problemas de su país, tomo la dura decisión de lanzar la Agenda 2010, lo que le supuso la pérdida de la cancillería, pero prefirió anteponer los intereses del país a los suyos electorales. En España no se acometieron estas reformas y ahora estamos sufriendo las consecuencias. Es hora de que nuestros políticos antepongan también el futuro del país a sus intereses partidistas.

Sebastián Royo. Catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Suffolk

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