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Tribulaciones de un parado ilustrado

Elogio del intento

Encontraron algún rastro de "la zona", amables lectores, tal y como les animaba en mi anterior entrega (Pensar el sentimiento, sentir el pensamiento)?, ¿recordaron algún momento especialmente sublime, en el que se perdieron en la experiencia, dominados por una sensación maravillosa de plenitud?

Espero, de todo corazón, que así fuera. Y que entre todos sus momentos vitales, especialmente aquellos relacionados con su profesión (la preparación de la madre de todas las propuestas, una negociación complicada, la gestión de una crisis...), se reconociera habitando con toda naturalidad en "la zona".

En caso contrario, les animo a que sigan leyendo (se lo ruego de cualquier forma). Trataré, con toda humildad, de darles algunas claves que, en mi caso (que es el único para el que estoy autorizado a hablar) han funcionado.

La primera es que, como habrán adivinado, no hay fórmulas magistrales de aplicación universal. Desconfíe de todos aquellos que quieran vendérselas como si fuera una loción de crecepelo milagroso. Cada uno de nosotros somos únicos; y absolutamente propios y personales deben ser nuestros pensamientos y reflexiones.

Coincidiendo con Arthur Schopenhauer (Pensamiento, palabras y música. Biblioteca Edaf, 1998), no es bueno que "su espíritu se habitúe al sucedáneo y, con ello, olvide la realidad misma; es decir, que no se acostumbre a los senderos trillados y, por seguir el pensamiento ajeno, se aparte del suyo propio".

Así que a seguir su propio sendero de reflexión. Como aportaciones externas me permito sugerirles tres: Ken Robinson, Santiago Álvarez de Mon y Watson.

Ken Robinson, autor de El Elemento (Grijalbo, 2010) nos apuntaba algo tan sencillo como hacer algo que nos gusta y que se nos dé bien como primera y básica pauta para estar "en la zona".

Para Santiago Álvarez de Mon, "la zona" es un triángulo formado por la aptitud, la actitud y la oportunidad (Con ganas, ganas. Plataforma, 2010). "La primera es reflejo de unos talentos y dones naturales que sin prisa pero sin pausa han ido aflorando imparablemente. La segunda es la firma personal e intransferible de un carácter que se ha ido musculando en cada posta del viaje. La tercera es el regalo de personas de bien -familiares, profesores, entrenadores, jefes, mentores...- que vieron y estimularon lo que nosotros ni sospechábamos".

Para Watson, parado ilustrado, además de suscribir todo lo anterior, el billete para transportarnos directamente a la "zona", sin paradas ni peajes, es la determinación y el coraje para intentarlo, tratando de evitar que el miedo al error paralice cualquier posibilidad de acción.

¿Cuántas decisiones se han visto neutralizadas por desconfianza en uno mismo, por cierta aversión al riesgo o, lo que es peor, por el temor a fracasar en el intento, especialmente cuando vamos cumpliendo años?

De la confianza en uno mismo ya les hablé hace unas semanas (Nadar fuera del banco de peces). Ya lo decía Voltaire en el Discurso sobre el hombre: "El secreto de ser aburrido consiste en querer decir todo". Por tanto no volveré sobre ello para no aburrirles demasiado

En cuanto al riesgo, cada individuo debe establecer el rango capaz de soportar según sus circunstancias personales, familiares y profesionales. Sólo cada uno de nosotros sabe dónde se encuentra el punto óptimo de riesgo y de qué margen disponemos para no entrar en la zona roja, donde se suele transformar en pánico (por exceso). O, por el contrario, dónde está el mínimo exigible para que la vida tenga algo de chispa y no linde con el tedio y el sopor (por defecto). Usted mismo.

El miedo al error es otra historia. Les contaré una: la de Susan Jeffers, autora del libro Aunque tenga miedo, hágalo igual (Robinbook, 2002). Susan descubrió que su actitud negativa ante la vida estaba motivada, simple y llanamente, por el miedo. Por una serie de carambolas, la protagonista se atrevió a pasarse por la New School for Social Research con la idea de impartir un taller sobre el miedo del que, en un principio, tenía poco más que el título del curso.

Después de ser milagrosamente admitida, el buen nivel de aceptación del curso por parte de sus alumnos le animaron a escribir un libro basado en el taller que había impartido. El libro fue rechazado por quince editoriales hasta que, tres años después, encontró un editor que creyó en el proyecto. Hoy, Aunque tenga miedo, hágalo igual ha vendido millones de ejemplares y se ha traducido a más de treinta y cinco idiomas.

Por cierto, Susan Jeffers no se dedicó a escribir libros en serio hasta que no cumplió los cuarenta años. Ya va por diecisiete libros, creo. Un modelo que me inspira y me provoca, lo reconozco.

De momento, Elogio del intento, este artículo que espero siga leyendo, es el décimo de la serie Tribulaciones de un parado ilustrado. Una cifra modesta pero impensable hace unas semanas, cuando este proyecto ni siquiera estaba en el limbo de las intenciones de su autor. Son las paradojas del destino, amables lectores, que (¿será la ley de la atracción?) nos ha unido en esta gratificante experiencia.

Por mi parte, estoy dispuesto a seguir manteniendo esta deliciosa correspondencia con todos ustedes. Como nos recuerda Séneca, en su tratado Sobre la felicidad (Biblioteca Edaf, 1998), "aquel que quiera hacer esto, se lo proponga y lo intente, emprenderá su camino hacia los dioses; no en vano éste, aunque no lo haya conseguido, magnis tamen excidit ausis (al menos sucumbió en empresas de altos vuelos. Metamorfosis, Ovidio).

Hasta pronto.

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