æpermil;tica y abogacía
El alma máter del oficio de abogado es la confianza. La que genera a sus clientes especialmente, pero también la que genera a toda la sociedad. El artículo 4 del Código Deontológico indica con claridad: "La relación entre el cliente y su abogado se fundamenta en la confianza y exige de éste una conducta profesional íntegra, que sea honrada, leal, veraz y diligente". Muchas son las percepciones negativas que sobre la profesión de abogado se han formulado, en ocasiones animadas por sucesos de dudosa praxis profesional. Lo cierto es que la negligencia de un sólo abogado puede bastar con sorprendente facilidad para desacreditar el buen hacer de todo el colectivo profesional.
No cabe hoy imaginar el ejercicio de la abogacía sin un enfoque prioritario en el cuidado de su reputación, en el respeto escrupuloso a las normas deontológicas establecidas. Y más allá también del marco legal establecido, pues es la del abogado una profesión que debe vivir de dar ejemplo moral en su entorno.
El mero hecho del retraso que arrastra la discusión del reglamento que desarrolle la Ley 34/2006, sobre Acceso a las profesiones de Abogado y Procurador de los Tribunales, es un mal ejemplo. En tales discusiones se ha introducido el convencimiento de que la ética es un pilar necesario en la formación que debe recibir y demostrar todo abogado, antes de iniciar su andadura profesional. Nadie duda hoy que la deontología deba ocupar un lugar central en la formación jurídica de un abogado, tan central como el Derecho Procesal mismo. Y es que la ética tiene un carácter adjetivo necesario en la práctica profesional que acompaña necesariamente el entendimiento y aplicación de las normas sustantivas.
Todo abogado tiene un doble papel social que cumplir: el de atender con total exquisitez ética el cometido que la propia Constitución le encomienda, y además, porque con la conducta individual no puede bastar, el de expandir en la sociedad una conciencia general de comportamiento ético.
Esto es, extender el ejemplo ético a la sociedad, dar credibilidad al convencimiento de que ética y abogacía son términos indisociables. Consecuencia de ese convencimiento es otro aún más comprometido: la formación de juristas con una sólida conciencia deontológica, entendido como un deber social irrenunciable.
Feliciano F. González. Profesor de æpermil;tica Jurídica de la Universidad Europea de Madrid