Los cinco costes que determinan el trabajo
La gravedad de la situación laboral exige una reforma muy intensa de las reglas de juego, un cambio muy alejado de lo que los sindicatos de trabajadores y de empresarios y el Gobierno están manejando. Si hubiere un pacto sobre las modificaciones a practicar, será la primera señal de que sólo se habrá arañado ligeramente la superficie de los problemas y se habrán evitado las cuestiones que pueden girar el destino del mercado de trabajo. Cinco millones de parados y un horizonte oscuro de crecimiento desaconsejan retoques formales y requieren una reforma integral que supere los tics ideológicos que encubren todas y cada una de las crecientes rigideces e impiden un desempeño al menos equiparable al del entorno, y que devienen en tasas de paro sonrojantes, y vergonzantes a nivel juvenil.
El armazón laboral español tiene raíz franquista, y como tal, es paternalista. Compró en el pasado el silencio político con protección ante el despido. Las sucesivas reformas de la democracia han quitado carga proteccionista y han flexibilizado las prácticas que rodean el factor trabajo; pero ni ha desaparecido la primera, ni ha culminado la segunda. El proceso ha demostrado, eso sí, que el uso del factor trabajo se ha extendido a medida que se ha abaratado, o bien en los costes corrientes o en los extraordinarios. Los dos o tres grandes saltos que dio el empleo en España en los últimos 30 años se produjeron cuando, además de condiciones favorables de crecimiento e internacionalización comercial, se activó un significativo abaratamiento del trabajo. Y ahora no debería ser diferente si se reducen los costes que conforman directa o indirectamente el empleo, bien todos ellos un poco, bien algunos de ellos, mucho.
Determinan el coste del trabajo los salarios, las cotizaciones, las indemnizaciones por despido, los impuestos aplicados a las rentas salariales y la financiación del sistema de protección por desempleo.
Salarios, despido, cuotas, fiscalidad y seguro de paro forman la factura
Es moneda corriente y admitida que hemos vivido muchos años por encima de nuestras posibilidades, pero considerado como una certeza colectiva. Individualmente nadie cree que cobre más de lo que merece. Por ello es muy complicado aceptar que los salarios en España son, para muchas actividades, más altos que la productividad de quien los percibe. Bastaría que, para simular una devaluación que no puede hacerse vía monetaria, los salarios relativos se redujesen. Pero si no fuese posible, no deberíamos renunciar a un mecanismo de determinación de los mismos que permitiese pagar a cada trabajador en función de su desempeño, desterrando la imposición colectiva de los convenios sectoriales.
Las cotizaciones son un impuesto al empleo, y también tienen un margen razonable para la reducción. También el despido es un coste directo que, tal como está, y a pesar de la fragmentación insolidaria, mina la confianza en la contratación en muchos casos. Ningún país de la OCDE paga por los despidos las cantidades que se abonan en España, y aunque sea mentar la bicha en este asunto, es la madre del cordero.
La presión fiscal sobre el factor trabajo juega también un papel notable, sobre todo en las rentas más bajas y las más altas. Desfiscalizar la bajas ha servido en el pasado para generar avalancha de empleo de poca cualificación, pero empleo a fin de cuentas. En este caso, como en el de las cotizaciones, la crisis fiscal aguda provocada por la desenfrenada política de gasto público los últimos años, lo desaconseja ahora.
Por último, el mecanismo de protección por desempleo es también un nada despreciable coste laboral que presiona sobre el mercado, tanto de forma colectiva (gasto público) como individual, puesto que se convierte en muchos casos en un desincentivo para la búsqueda de empleo y abaratamiento del mismo, dado que para trabajadores no cualificados está muy por encima del SMI.