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Columna
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El día después: las reformas pendientes

El debate sobre la ley de economía sostenible comienza a situar en su lugar la discusión que el país precisa, aunque el debate está condenado a quedarse corto. Y ello porque agentes sociales y políticos no comparten un diagnóstico común sobre lo que ha pasado y, en especial, sobre lo que nos aguarda. Existe una gran resistencia a aceptar que nos hemos empobrecido, que costará años recuperar los niveles de bienestar y empleo previos a la crisis y que se ha endurecido el entorno internacional por un incremento de la competencia que, además, se endurece con políticas cambiarias a la baja. Será la primera crisis en la que España no sólo no devalúa sino que su moneda se encarece.

Decía hace unas semanas que el momento en el que el PIB comience a crecer no tiene importancia: si no hay nuevos choques exteriores, éste está a la vuelta de la esquina. Y que, por ello, había que concentrar nuestros esfuerzos en el día después. Sea bienvenida, desde este punto de vista, la ley de economía sostenible, aunque su ambición corre el peligro de diluir parte de sus propuestas. Las más substantivas precisan de acuerdos muy amplios y transversales, y de una voluntad reformista que se extienda más allá de una legislatura.

Tómese la educación como ejemplo. En este ámbito, el diagnóstico de los problemas es, parcialmente, común. En el terreno del fracaso escolar tenemos un muy grave problema, con efectos sobre un tercio de los estudiantes, que se ha denunciado desde hace lustros, aunque los felices años 2000 cubrieron con un velo de optimismo esos déficit educativos, ya que había empleo para todos. Finiquitado el espejismo constructor emerge con dureza una realidad que nos va a acompañar las próximas décadas, ya que más del 30% de los ocupados nativos entre 25 y 35 años (y el 40% de los inmigrantes) sólo han cursado, cómo máximo, estudios obligatorios. ¿Podrán acompañar al país en el proceso de reconversión productiva? Difícil se antoja, con lo que emerge la posibilidad de un paro estructural de baja cualificación. Y las medidas a adaptar para atajar aquella lacra, allá dónde se han comenzado a aplicar como en Cataluña, son de largo alcance, con cero réditos políticos y, en general, con la oposición del colectivo de profesores que deben aplicarlas.

En la formación profesional, la que debería ser la base de la secundaria no obligatoria, el panorama es más desolador, ya que estos estudios son el pariente pobre de un sistema educativo que ha cifrado en la enseñanza universitaria el grueso de sus esperanzas. Un botón como muestra: cerca del 25% de los activos españoles tienen ese nivel, frente a valores superiores al 60% en los países centroeuropeos. ¡Y no será que nuestro tejido productivo sea más sofisticado que el alemán o el austriaco! Elevando la edad obligatoria de escolarización, como parece que se pretende, no atajaremos ese crónico déficit, muy directamente relacionado al fracaso escolar por otra parte.

Finalmente, tenemos una Universidad a la que se le exige que lidere la sociedad del conocimiento, refuerce la transferencia de tecnología y sea la punta de lanza del cambio productivo. Pero, al mismo tiempo, mantenemos una gobernanza prácticamente idéntica a la de hace 30 años. La elección asamblearia del rector por los estamentos que configuran la Universidad perpetúa un sistema de reparto de poder en el que los intereses generales brillan por su ausencia y en el que cuando emergen lo hacen a un precio excesivo y con escasos resultados.

En síntesis, una agenda reformista para la educación que exige, como en otros ámbitos, un gran pacto social, político y territorial que, hoy por hoy, está ausente, y al que no se le espera. Cuando me preguntan sobre el futuro, no muy halagüeño, que nos espera, vengo recordando que España ha sido siempre capaz de superar las dificultades a las que se ha enfrentado en las últimas décadas. Pero, al mismo tiempo, hay que reconocer que los márgenes de maniobra se han ido recortando. Quizás, por vez primera en los últimos cincuenta años, nos enfrentamos a disyuntivas más severas. Nada nos garantiza que, tras los difíciles años que nos esperan, recuperemos la senda de crecimiento que todos deseamos. El estancamiento también es un futuro posible.

Josep Oliver Alonso. Catedrático de economía aplicada de la UAB

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