La deuda amenaza el día después de la crisis
Después de dos años en los que indicadores y previsiones económicas se sucedían a la baja, los países del G-20 iniciaron ayer su cónclave en un clima de moderado optimismo, a la vista de que la mayoría de ellos dejó atrás la recesión en el segundo trimestre del año. El encuentro de Pittsburgh tiene ya como prioridad el día después de la crisis, tanto en el ámbito regulatorio (supervisión financiera, sueldos de los directivos, etc.) como en el de las consecuencias del bienio económico más oscuro desde la Segunda Guerra Mundial.
En este último punto, la preocupación se concentra en el estado de las finanzas públicas. Los resultados de tres lustros consecutivos en los que la mayoría de las potencias del planeta habían hecho los deberes del Fondo Monetario Internacional y otras instancias en lo tocante a limitar el déficit público y el recurso al endeudamiento se han evaporado en unos cuantos trimestres.
En un consenso inusual entre las corrientes de pensamiento económico, pocos discutieron hace ahora un año la necesidad de intervención pública para salvar el sistema financiero. Sin embargo, cerca de nueve billones de dólares utilizados para impulsar la actividad han producido una sangría en las cuentas de los Estados. El caso de España es paradigmático: de un superávit del 2,2% del PIB en 2007 se pasará este año a un déficit del entorno de 10%, mezcla de incremento de gastos (estímulos fiscales y prestaciones a desempleados) y desplome de la recaudación.
Las cuentas estatales no difieren de las individuales: para gastar más de lo que se recauda, es necesario pedir prestado. Así, la deuda española está creciendo desde el 36,2% del PIB en 2007 a cerca del 60% este mismo año. En un círculo vicioso, el aumento de la deuda eleva los gastos financieros del Estado y presiona el déficit al alza, también por el efecto indirecto de que unas cuentas públicas poco saneadas llevan a los prestamistas a exigir mayores intereses (España ya sufrió una rebaja de la calificación de Standard & Poor's). La cuestión es que para salir de ese círculo se necesitan medidas drásticas ya sea en el ámbito fiscal o en el del gasto público. De nuevo en terreno local, el Gobierno plantea un aumento impositivo de 15.000 millones de euros y una reducción análoga del gasto. Así, los últimos coletazos de la recesión coinciden con los primeros de una "era de la austeridad", en palabras de Stephen King, economista jefe de HSBC citado por Bloomberg.
Las perspectivas son similares entre todas las economías del G-20, donde el endeudamiento público alcanzará el año que viene el 82,1% del PIB, según el FMI. En el conjunto del planeta, la deuda roza ya los 35 billones de dólares. Con estos mimbres, se adivina una derivada tenebrosa: la recesión, además del daño ya causado, llevará a largos años con crecimientos potenciales laminados por la menor actividad económica del sector público. Eso, en el caso de que las medidas de austeridad sean suficientemente serias como para rebajar unos niveles de deuda que en países como Japón casi duplican su actividad económica anual. De no ser así, cabe temer lo que vaticina el profesor de Harvard Kenneth Rogoff: "Es muy probable que la deuda pública sea el detonante de la siguiente crisis". Unas palabras que pueden sonar alarmistas, pero no hay que olvidar que la Gran Recesión que ahora termina fue creada por otra deuda: la privada.