El tamaño no es la cuestión
La crisis financiera internacional ha revelado la existencia de serias deficiencias en el marco de la regulación y la supervisión del sector. Deficiencias que ayudan a explicar la intensidad y duración de las tensiones financieras y la profundidad de la recesión global. Estas debilidades están relacionadas con los niveles de apalancamiento consentidos en algunos países, con la escasa atención prestada a la gestión de la liquidez, con la falta de transparencia de algunas estructuras financieras, con la naturaleza pro cíclica de la regulación, con la insuficiente coordinación internacional y con la inexistencia de una supervisión de naturaleza macroprudencial.
En primer lugar, una parte significativa de las instituciones financieras afrontaron la crisis con unos niveles de apalancamiento muy elevados, mucho más de lo que a priori cabría esperar a la vista de los requerimientos de capital que exige la regulación. Esto significa que esas instituciones no contaban con suficientes recursos para afrontar una crisis de cierta magnitud. Los excesos en este terreno se produjeron especialmente en aquellos países donde más se había desarrollado el sistema financiero en la sombra, es decir, el constituido por entidades (bancos de inversión, conduits, sivs ) sujetas a un marco regulatorio mucho más laxo que el aplicado a las entidades de depósito.
En segundo lugar, la abundancia de liquidez de que gozaban los mercados hasta hace dos años llevó a descuidar los riesgos asociados a una dependencia demasiado alta de la financiación en los mercados mayoristas y a un descuadre muy acusado entre los vencimientos de activos y pasivos. Esta debilidad forzó a muchas entidades a deshacerse de parte de sus activos de forma desordenada para afrontar sus compromisos, multiplicando así las pérdidas y la inestabilidad de los mercados financieros.
En tercer lugar, los productos estructurados acabaron alcanzando tal grado de sofisticación que nadie sabía muy bien qué había dentro, qué lógica económica había detrás, qué riesgos incorporaban o cuánto valían estos instrumentos, que además no habían sido objeto de un adecuado análisis de riesgos: al fin y al cabo, el originador del producto no iba a asumir las pérdidas que pudieran darse. El desconocimiento de la cuantía y la distribución de las pérdidas asociadas a tales instrumentos dispararon el riesgo de contrapartida de unos mercados que acabaron secos.
En cuarto lugar, la actividad financiera -la económica en general- es fuertemente pro cíclica: las etapas de bonanza y recesión tienden a realimentarse y por tanto a exagerar los periodos de vacas gordas y los de vacas flacas. La regulación -en materia prudencial y contable por ejemplo- no sólo no hacía de contrapeso sino que tendía a reforzar ese comportamiento.
En quinto lugar, la creciente globalización financiera no se ha visto acompañada, por distintas razones, de avances semejantes en la coordinación internacional de la regulación y la supervisión. La discrecionalidad nacional en la aplicación de las normas supuestamente comunes en materia de capital, la diferencias en lo tocante a contabilidad o la falta de una visión global por parte de los supervisores nacionales no han ayudado a prevenir ni a gestionar la crisis financiera.
Por último, la supervisión ha estado muy centrada en el análisis de la fortaleza de cada una de las instituciones del sistema, dejando un tanto de lado las consideraciones de carácter macroeconómico, la vulnerabilidad del sistema en su conjunto a perturbaciones o debilidades de naturaleza sistémica o general, algo que está en la raíz de la intensidad de la crisis y sus graves consecuencias sobre la economía real.
Las propuestas de cambios en el marco de la regulación y la supervisión que hemos ido conociendo en los últimos tiempos a través de proyectos legislativos, documentos oficiales, informes y declaraciones de expertos o responsables de instituciones con competencias en estos ámbitos, afrontan todos estos temas y, en general, hay coincidencia en el modo en que deben afrontarse.
Pero eso no es todo. Desde distintos ámbitos se propone también imponer una normativa diferenciada y más exigente a las llamadas entidades sistémicas, es decir, a aquellas que por su dimensión, complejidad o interconexión con otras entidades representan una fuente de inestabilidad grave. Se pretende por ello que estas entidades elaboren planes de desmantelamiento ordenado, para estar preparados ante contingencias graves, y que estén sujetas a regímenes de supervisión diferentes y también a mayores requerimientos de capital y liquidez que los establecidos para las entidades no sistémicas.
En la lista de debilidades en la regulación y la supervisión financiera o en cualquier otra que, de forma más general, recoja los culpables o incluso lo sospechosos de haber causado la crisis, no encontramos nada que tenga que ver con el tamaño. Paradójicamente, es en esa variable donde se pone el énfasis al hablar de riesgo sistémico o de incentivos a la asunción de riesgos desmedidos, en la confianza de que el sector público acudirá al rescate.
A mi juicio es importante evitar simplificaciones que centren en el tamaño la causa de todos los males, y no sólo porque la evidencia más cercana no respalde esa presunción.
En primer lugar, si algo caracteriza a las instituciones que han generado problemas sistémicos durante esta crisis no ha sido su tamaño, sino su modelo de negocio. Un modelo caracterizado por el apalancamiento desmesurado, las operaciones fuera de balance -y en buena medida fuera del escrutinio del supervisor-, la generación y distribución de productos estructurados de una complejidad y falta de transparencia sin precedentes y la infravaloración del riesgo de crédito y de liquidez.
Una segunda característica de las instituciones que han tenido problemas -y que los han extendido por el sistema financiero- tiene que ver con deficiencias en su gobierno corporativo y en particular con las prácticas en la gestión de riesgos. No es frecuente que los responsables de riesgos tengan una posición en la estructura jerárquica de la entidad suficientemente elevado como para que puedan disponer de información rápida, completa y directa de las áreas de negocio, ni que sus opiniones tengan el peso necesario en la toma de decisiones. La subordinación de las áreas de control de riesgos a las de negocios explica muchos de los errores que han generado dificultades.
Ninguna de estas dos circunstancias está vinculada a la dimensión de las instituciones. Por contra, el tamaño sí cuenta con argumentos en su favor. La dimensión permite diversificar y, por tanto, moderar riesgos. Con frecuencia se afirma que los beneficios de la diversificación dejan de ser tales durante las crisis profundas (cuando son más necesarios), porque en esos momentos los precios de los distintos activos tienden a moverse en la misma dirección. Y hay un punto de verdad en esa afirmación, sobre todo en los activos que se negocian en los mercados financieros y se valoran a precios de mercado. Sin embargo, en las actividades más propias de la banca minorista los beneficios de la diversificación son incuestionables. Incluso en una recesión tan global como la actual la actividad crediticia, la evolución de la morosidad, el apalancamiento de las familias y empresas, el ahorro, en definitiva, las fortalezas y debilidades del sistema financiero en España, Alemania, Brasil o la China, por citar algunos países, son muy diferentes.
Las implicaciones del tamaño de una entidad sobre el riesgo sistémico también son distintas según la fórmula con que se haya concretado su crecimiento y en particular su expansión internacional (rara es la entidad verdaderamente grande que limita sus actividades al ámbito doméstico). Una expansión a través de filiales presenta claras ventajas desde este punto de vista sobre la alternativa de las sucursales, al menos por dos razones. En primer lugar, las filiales están sujetas a la regulación y la supervisión del país donde desarrolla sus actividades (no sólo por el supervisor de la matriz), con las ventajas que ello conlleva para la estabilidad financiera del país de destino. En segundo lugar, cada filial responde con su propia liquidez y capital de las dificultades que pueda sufrir, no con los de la matriz. Esa autonomía hace de cortafuegos y limita la propagación de las crisis financieras; reduce además el riesgo de que, en el caso de una situación extrema, la dimensión de la entidad haga inevitable su rescate y el temor a que, ante esa contingencia, el tamaño complique una reducción o cierre de sus actividades.
La dimensión y la internacionalización son, además, fuente de sinergias, permiten intercambiar las mejores prácticas, mejora la eficiencia y generan economías de alcance y externalidades positivas en una economía globalizada en la que las empresas requieren de servicios bancarios también globales.
En síntesis, un tratamiento diferenciado de las entidades grandes, por el mero hecho de su dimensión, crearía distorsiones a la competencia, fomentaría, una vez más, el arbitraje regulatorio, la búsqueda de estructuras jurídicas que evitasen esos controles, generaría ineficiencias y penalizaría a instituciones que no sólo no han sido responsables de la situación en que nos encontramos sino que, en ocasiones, se han visto perjudicadas por las medidas de rescate que han disfrutado algunos competidores en condiciones muy alejadas de los precios de mercado.
Antonio Cortina García. Director adjunto del Servicio de Estudios de Banco Santander