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Columna
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El día después

Todo apunta a que los brotes verdes en la economía mundial van tomando cuerpo. Y que, quizás, no acabarán agostándose, aunque ese peligro continúa. Pero sea cual sea el futuro inmediato, conviene no perder de vista el día después, el momento en el que la crisis pueda darse por finalizada.

Y conviene no olvidar ese momento porque, según cómo lo evaluemos, actuaremos hoy. He dicho ya en muchas ocasiones que el país tiene una percepción incorrecta de la crisis y sus consecuencias: se espera que, una vez superada, regresemos a la década prodigiosa. Eso no va a ser posible, ni aquí ni en el resto de países avanzados, si más no por un periodo relativamente largo. Y ello porque un choque tan severo como el que hemos padecido sesga, a la baja, el crecimiento potencial de la economía.

Así, en el ámbito de la demanda, ninguno de los factores que impulsó el rápido crecimiento del PIB va a mantener el mismo protagonismo. El consumidor español, por ejemplo, va a entrar en el horizonte poscrisis con un pérdida de riqueza muy importante. No sólo de la financiera sino, muy especialmente, de la inmobiliaria, con su negativo impacto sobre el consumo. Tampoco cabe esperar intensos aumentos de la renta corriente. La creación de empleo va a situarse en valores menos expansivos que en el pasado, y ello afectará, también, a las expectativas de renta futuras. Además, el elevado endeudamiento familiar está obligando a aumentar el ahorro, una tendencia que va a prolongarse en el futuro. Menor consumo y mayor ahorro, ése es el futuro.

El consumo público se va a ver constreñido por la emergencia de los costes financieros. Con una deuda que puede situarse en el entorno del 70% del PIB y unos tipos de interés al alza, habrá que hacer hueco para atender los pagos por intereses. Además, la reducción del déficit se traducirá en un menor gasto y un mayor ingreso, una receta, ciertamente, poco expansiva. Y esa misma presión afectará la inversión pública, en un momento en que los fondos estructurales y de cohesión comenzarán a ser negativos, tras la enorme inyección anterior (superior a los 100.000 millones de euros).

La inversión privada tampoco va a recuperar los ritmos previos, que situaron su peso en un insólito 31% del PIB en 2007, una cifra no contemplada… desde ¡1973! El proceso de adelgazamiento de esta variable es inevitable, dada la necesaria recuperación del ahorro de familias y empresas. Finalmente, las exportaciones van a encontrarse con un intenso incremento de la competencia internacional, en forma de devaluaciones, reducción nominal de salarios y/o caídas en los costes laborales unitarios, lo que dificultará el retorno a tasas de crecimiento elevadas. Y, por su parte, las previsibles alzas energéticas y el elevado componente importador de nuestra demanda final hacen difícil imaginar un saldo comercial por debajo del -4%/-5% del PIB. En síntesis, una nueva dinámica de la demanda interna y externa que va a lastrar el crecimiento futuro de nuestra economía.

Hay otros elementos que refuerzan esa disminución, como, por ejemplo, las pérdidas en el stock de capital humano y físico. El desempleo, además de su injusticia, genera obsolescencia en las aptitudes y capacidades de los parados. Y la enorme caída en la inversión empresarial disminuye la capacidad productiva del país. Al igual que la destrucción de tejido productivo, con la desaparición de activos materiales e inmateriales que comporta. También el papel de la demografía se altera. Entre 2001 y 2007, cerca del 35% del aumento del PIB podía imputarse a la inmigración y aunque ésta continuará en el futuro, no lo va a hacer a los ritmos anteriores.

Finalmente, la dinámica de los costes laborales no podrá mantenerse. Y ello implica reducir las cotizaciones sociales y elevar otras exacciones. Además, a partir del año 2012, la jubilación de las generaciones nacidas a partir de 1950 en adelante y, en especial, de los baby boomers va a comenzar a presionar sobre el sistema de pensiones.

La crisis ha generado una brusca caída en nuestro crecimiento. Pero, sobre todo, ha alterado las bases sobre las que se fundamentó y ha disminuido, por un largo periodo, nuestra capacidad de incrementar la renta. Conviene no olvidarlo, ahora que el diálogo social parece avanzar.

Josep Oliver Alonso. Catedrático de economía aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona

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