Cumbres irrelevantes
El fracaso sería bienvenido. Es una lástima que los líderes de las potencias occidentales reunidas en Italia hagan todo lo posible por fingir que lo evitan. Pero una cumbre del G-8 que finalice en un declarado fracaso sería un fuerte incentivo para que los participantes saquen la conclusión de que deberían haber tomado hace mucho tiempo: abandonar las cumbres.
En los treinta y tantos años de historia de estos eventos, las reuniones anuales no han producido decisiones serias o grandes avances. Lo que empezó a mediados de los setenta como reuniones informales entre los líderes de EE UU, Reino Unido, Alemania y Francia ha degenerado en una solemne y vacía celebración diplomática de banalidades y buenas intenciones. Miles de reporteros desaprovechan sus días mientras cientos de burócratas regatean cada coma y cada párrafo del habitualmente diluido comunicado final.
La composición del G-8 es una reveladora señal de su irrelevancia. Las leyes de sutilezas políticas y equilibrio diplomático condujeron a la inclusión de Italia y Canadá -pero no España, por ejemplo, probablemente porque nunca se molestó en preguntar-. Mucho peor, no se incluyen las verdaderas potencias económicas de mañana: China, India y Brasil. Estas han participado en otra cumbre, con México y Sudáfrica, al mismo tiempo y en el mismo lugar.
No es que todas las cumbres sean inútiles. La reunión del G-20 en Londres organizada a principios de este año para abordar la crisis financiera produjo algún resultado potencialmente significativo. Las cumbres pueden tener sentido: los líderes mundiales deberían hablar con los demás cara a cara, informalmente siempre que fuera posible. Pero las reuniones deberían ser seriamente sintetizadas, para atenerse a una base ad hoc con una agenda estrictamente concretada.
Desafortunadamente, la inercia prevalece. Ninguno parece estar dispuesto en ser el primero en sugerir un final para el gran espectáculo anual. A la perfección, algo del absurdo manejo de los preparativos de la cumbre llevados a cabo por Silvio Berlusconi serviría como el largamente esperado detonante. Lo más probable es que haga falta un verdadero desastre antes del G-8 decida desintegrarse.
Por Pierre Briançon.