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Tribuna
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La reforma bancaria

La cumbre de Londres del 2 de abril fue un éxito, pero también confirmó los límites de la actuación multilateral. Quedó claro que el G-20 no puede encargarse en la práctica de la política macroeconómica y la intervención en el sector bancario. Este último tema, el bancario, resulta particularmente urgente. Nuestras economías no despegarán mientras que la intermediación financiera continúe en el estado comatoso en que permanece actualmente tanto en Europa como en EE UU.

En general, las crisis bancarias suelen gestionarse mal. En las crisis de los años ochenta en EE UU y en los noventa en Japón, los Gobiernos se negaron durante años a reconocer la realidad del problema y el coste final fue muy elevado. En 1992, Suecia sí que aportó un ejemplo de reacción pública adecuada, basado en un consenso político.

La problemática resulta aún más inextricable en Europa. El mercado bancario está demasiado integrado como para abordar sus problemas desde un punto de vista puramente nacional, pero a escala comunitaria no existen ni el marco jurídico ni las estructuras operativas para adoptar respuestas adecuadas. Los Estados miembros se encuentran atrapados entre la necesidad, por una parte, de reestructurar sus bancos menos viables, y por otra, el deseo de defenderlos de la competencia de sus países vecinos. La Comisión Europea no dispone ni del liderazgo político, ni del personal, ni de los instrumentos institucionales para jugar un papel significativo. Y el Banco Central Europeo ya tiene bastante que hacer en el frente de la política monetaria.

Pero los europeos no pueden continuar dubitativos indefinidamente. Los balances bancarios se degradan a gran velocidad y el peligro se acrecienta por la difícil situación macroeconómica, en especial en Europa Central y del Este. Cada vez resulta menos improbable en Europa un escenario en el que un gran banco transnacional se encuentre en una situación de insolvencia a corto plazo. Pero no existe ningún marco de actuación pública creíble para tratar esa situación. Los ejemplos recientes, como el de Fortis, no animan al optimismo.

De momento, los responsables políticos no parecen sentirse presionados para ocuparse de un problema que les paraliza. Se han replegado hacia terrenos políticos más cómodos o de largo plazo, como los bonos, los paraísos fiscales o la futura arquitectura de las autoridades de supervisión. A veces, incluso, se han embarcado en batallas contraproducentes, como la relajación de las normas contables.

Pero algún día habrá que acabar con el nudo gordiano y sanear el sector bancario. En la Europa continental eso requiere soluciones institucionales sin precedentes que garanticen la unidad de actuación de todos los países. Sólo así se podrán evitar las distorsiones en el mercado y el gasto público. El problema no tiene una solución indolora ni sin complicaciones políticas. Pero no se resolverá por sí solo. Y cuanto más se tarde en afrontarlo, más elevado será su coste.

Nicolas Veron. Economista de Bruegel n.veron@bruegel.org

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