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Columna
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Los años difíciles

La crisis arrecia. Y el hundimiento del comercio internacional es, probablemente, la peor de las noticias que han aparecido en unos meses cargados de mensajes deprimentes. Y ello porque anticipa que una pronta recuperación alemana, con el consiguiente efecto sobre nuestra economía, se esfuma. De hecho, las últimas predicciones de caída del PIB alemán, por encima del -5% para 2009 y para el conjunto del área del euro (-4,1%), son especialmente sombrías. No hay, pues, en el corto plazo, esperanza de arrastre europeo. Este panorama más severo no altera los deberes que tenemos pendientes. Aunque los sitúa en un grado de exigencia mucho más intenso.

Desde estas páginas, he insistido que la década prodigiosa que hemos vivido ha comportado unos excesos que, así me lo parece, el país se resiste a reconocer. Esa resistencia nace de la quiebra ideológica que ha sustentado la larga fase de expansión. Como dijo Alan Greenspan en el Congreso americano el pasado mes de octubre, la crisis nos ha dejado en un estado de desconcierto. De hecho, fue la plena victoria de las tesis más ultraliberales la que se encuentra tras una parte no menor de los excesos cometidos. A ella se sumó un análisis económico, y una enseñanza de la economía, en la que el óptimo colectivo se obtiene como suma de decisiones racionales de los individuos. Así, ni la irracionalidad de los mercados ni el desastre colectivo al que pueden conducir la suma de decisiones individuales perfectamente racionales (como endeudarse cuando los tipos de interés después de impuestos son negativos), formaron parte de la narrativa de la expansión.

Por tanto, hay sobradas razones para que a las élites españolas (políticas, empresariales, sindicales y académicas) les cueste aceptar lo sucedido. Y no me refiero al impacto de la crisis financiera internacional, sobre la que poco, o nada, hemos tenido que ver. Sino a un adecuado diagnóstico de nuestros excesos. Con un aumento del endeudamiento insostenible; una dependencia del empleo y del PIB de la construcción que tenía fecha de caducidad; unas finanzas locales, y parcialmente de las comunidades autónomas, basadas en demasía en el aumento residencial; una caída de la tasa de ahorro, de familias y empresas, que ha generado un déficit exterior de difícil corrección; un crecimiento del PIB por habitante, en fin, con una débil contribución del avance de la productividad, y que se basó fundamentalmente en el aumento de la actividad y del empleo.

Puede que nos cueste aceptarlo, pero no hay más remedio. Tras la década prodigiosa nos espera otra que se va a caracterizar por la dureza. Y esos primeros trimestres de la crisis forman parte de ese proceso. Esperemos que la recesión se suavice, pero, como dijo el poeta, hay que abandonar toda esperanza de retorno a aquellos tiempos prodigiosos.

Además, nuestra permanencia en el euro, que nos blinda de los estragos de la crisis financiera internacional, no nos va a permitir escapar del ajuste. El BCE ya ha advertido que, en ausencia de devaluaciones que ajustaran a la baja los salarios reales, a los países que han perdido competitividad no les queda más remedio que seguir el penoso rastro que marcó Alemania entre 2001 y 2005.

Pero si pintan bastos para el componente salarial de la renta nacional, al excedente de explotación tampoco le espera un camino de rosas. Sectores enteros de la economía tienen que perder peso, la construcción y el financiero entre ellos, mientras que el resto va a tener que esforzarse en capitalizar más sus empresas, requisito indispensable para el aumento de la productividad y, junto a la moderación salarial, obtener la necesaria caída de los costes laborales unitarios.

La década prodigiosa nos dejó aspectos muy positivos. Un mercado de trabajo mucho más nutrido, unas finanzas públicas más sólidas, una mejor capitalización de la economía y una fortaleza exportadora nada despreciable. Pero su negativo legado nos va a pesar en los próximos años.

Hay que abordar la situación actual como la primera etapa de un largo periodo de reestructuración de la demanda y la oferta, que se va a extender más allá de la caída cíclica del PIB. Es con este enfoque con el que estaremos abordando, adecuadamente, la salida de la pésima situación actual. ¿Crisis en 2009? Sin duda. ¿Y más allá? Doloroso proceso de ajuste.

Josep Oliver Alonso. Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona

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