Bajo los símbolos de Londres
La reunión del G-20 en Londres está siendo sopesada hoy en estas mismas páginas por los expertos que intentan descifrar el hermetismo de los comunicados oficiales para extraer de ellos toda suerte de consecuencias y evaluar con toda finura la adecuación de la terapéutica adoptada. Atenderemos también a la forma, más o menos satisfactoria, en que hayan sido recogidas las urgencias regulatorias patrocinadas por el restaurado tándem franco-alemán; sabremos en qué queda la aniquilación de los paraísos fiscales; veremos si se ha puesto límite a los excesos exorbitantes de los altos ejecutivos, con sus paracaídas de oro y sus muñequitas vestidas de azul con su camisita y su canesú.
También averiguaremos el progreso registrado en la arquitectura institucional para la gobernanza económica de aquí en adelante. A falta del texto del comunicado podemos adelantar que su lectura permitirá inyectar optimismo y también en proporciones equivalentes desolación, según sea quien haya de subir a las tablas para interpretarlo.
Pero conviene atender también a la ambientación simbólica del encuentro en Londres; a la flojera por esta vez de los antisistema, muy lejos de las expectativas imaginadas; a la inoperancia práctica de cualquier sistema normativo cuando se averigua que su transgresión carece de consecuencias punitivas aplicadas por una autoridad reconocida dotada de medios suficientes para hacerse obedecer, y a la invariabilidad del estado de naturaleza caída en que nos encontramos a partir del pecado original de nuestros primeros padres y de la nuestra consiguiente expulsión del paraíso terrenal.
El programa incluía que los invitados fueran pasados por los símbolos de una de las más antiguas monarquías, lo que desencadenaba la formalidad de los atuendos, la contención de la gestualidad, el predominio de las buenas maneras, el impulso de la buena educación, que tanto ayuda para la vida en sociedad. La reina Isabel les sentaba a todos a su mesa en Buckingham Palace, sin más documento gráfico que la foto de familia ante los cortinones. Y así, sin la perturbación que introduce la presencia de las cámaras, hubo espacio y tiempo para los primeros encuentros y ocasiones para empezar a conchabarse.
La situación desolada de los antisistema quedó retratada en la viñeta de El Roto donde un medio enmascarado in il mezzo de la sua vita apostillaba: 'Tantos años luchando contra el sistema para que ahora se caiga solo'. Era la imagen certera de la reducción al absurdo de todos los esfuerzos dedicados a la causa, de la pérdida de sentido, del amargo despertar que colorea de inutilidad del sacrificio. Un buen momento para reflexionar también sobre la consistencia que aportó al sistema capitalista el antagonismo comunista que, en interacción dialéctica permanente, erosionó los maximalismos, corrigió muchos excesos y, en definitiva, prorrogó su viabilidad.
Luego, hace 20 años, con la caída del muro de Berlín vino el final de la trascendencia, dejamos de estar en la sala de espera del advenimiento del sistema que preconizaba el materialismo dialéctico como ineluctable. Dejó de haber un más allá y en el más acá del capitalismo, en la inmanencia sin fin, entraron las prisas del enriqueceos hasta llegar a la actual crisis. De nuevo El Roto acertó con la receta precisa para superarla sintetizada de modo magistral en otra de sus viñetas, cuya leyenda decía: 'Es necesario que los inversores recuperen la confianza en los estafadores'.
Vayamos ahora a las dificultades objetivas que presenta la operatividad de ese diseño ambicionado de las instituciones internacionales para la gobernanza global, de las que puede dar idea los instrumentos de Naciones Unidas que a partir de unas definiciones normativas impecables quedan paralizados por la falta de un poder coercitivo y sancionador eficaz que haya de ser obedecido.
En todo caso, cuando los líderes cargan sobre la codicia como causante de los desafueros hemos de tener en cuenta que codicia siempre va a haber, que nunca va a ser abolida, porque la codicia forma parte de las propensiones de nuestro estado de naturaleza caída. Como tampoco acabaremos con los otros pecados capitales. Sólo cabe hacerla más difícil y penalizarla de manera más contundente. Disuadir por el escarmiento. Lo que nadie discutió es que todos hablarían en inglés, una vez que esta lengua ya no es propiedad de nadie. Claro que la ventaja de quienes la tienen como lengua materna y la hablan con acento más elegante está fuera de dudas. Continuará.