Crisis y mercado de trabajo, el juego de los despropósitos
Conforme arrecia la crisis, el debate sobre el mercado de trabajo difícilmente puede ya eludirse. Basta ver la evolución del empleo y del desempleo, por tanto de la actividad, tanto en la construcción como en la industria y en los servicios, para comprender que lo que está en cuestión es nuestro modelo de crecimiento y el sistema de relaciones laborales que hasta ahora lo ha acompañado.
Eso provoca desconcierto, inseguridad, inmovilismo. Y genera un auténtico juego de despropósitos. El primero, trata de eludir, de nuevo, el debate, afirmando que el sistema español de relaciones laborales no tiene un problema de falta, sino de exceso de flexibilidad, como demuestra la intensa destrucción de empleo que se ha producido. No cabe, sin embargo, ignorar que es la falta de flexibilidad la que provoca que el ajuste y la adaptación se hagan, por las empresas, afectando al empleo. Eso explica, junto a otros factores, que nuestro sistema destruya empleo con mucha más intensidad, en situaciones similares, que otras economías. Y esa destrucción no se evita en ningún caso por imperio de la ley, sino facilitando las reorganizaciones empresariales, los ajustes precisos, la movilidad, la puesta en marcha de nuevas actividades.
El segundo, el que centra la cuestión en la amplitud e intensidad de la protección del desempleo. Todo el discurso se concentra en esta protección y no se habla de evitar el desempleo masivo sino de proteger a sus víctimas. Me recuerda la anécdota del embajador inglés que, en tiempos del franquismo, ante las manifestaciones reivindicando la soberanía española de Gibraltar, le pidió al ministro de Interior que mejor que más policía, como éste le prometía, le enviara menos manifestantes. Pues lo mismo: mejor que ocuparse de nuevas ayudas a los parados sería evitar que haya (más) parados. Y más social es esta segunda política, sin duda, que la primera.
El tercer despropósito es el del inmovilismo. El no pasarán, el no nos moverán estaban bien para las manifestaciones universitarias de los ochenta (aunque, obviamente, al final siempre pasaban y los movían), pero no pueden fundar un proyecto político y social serio en las actuales circunstancias. Quienes justifican ese inmovilismo con el argumento de que no van a consentir que las consecuencias de la crisis las paguen los trabajadores deberían ir a las colas del Inem y a los hogares con alguno de sus componentes (o con todos ellos) en paro a explicarlo.
Por último, un despropósito más sutil pero igualmente peligroso es el de las ocurrencias, que tratan de buscar una solución milagrosa (un nuevo contrato) que permita romper la dinámica actual. Este planteamiento vuelve a obviar las reformas estructurales que son necesarias, a fragmentar aún más el mercado de trabajo y a condenar a amplios sectores de la población trabajadora a asumir, en exclusividad, las exigencias de la flexibilidad. Lógicamente, si cualquier reforma de calado es imposible, esa vía sería mejor que nada. Pero implicaría de nuevo, como sucedió con la apuesta por la contratación temporal en la década de los ochenta, una vía equivocada.
En todo este contexto, me parece muy importante la conferencia pronunciada el 11 de febrero por el gobernador del Banco de España en Zaragoza. Sus planteamientos para justificar la necesidad de reforma del mercado de trabajo son sólidos y claros. Y, sin embargo, frente a ellos sólo se ha alzado la descalificación y la pretensión de excluir del debate a la propia institución. Esto último no deja de ser sorprendente: ¿no tiene títulos la autoridad monetaria para preocuparse por la situación de la economía española y por sus posibilidades de salida de la crisis? Y lo primero produce ya hastío: demos por sentados todos los insultos y descalificaciones habituales para quienes se salen del modelo político-sindical correcto, y entremos en el debate. Recibidos los insultos, que vengan los argumentos.
El Gobierno debe abandonar el burladero del consenso social y salir al ruedo (lo que significa ir bastante más allá de las medidas recientemente adoptadas). Y los que tienen permanentemente la tentación de asumir el papel del comandante, que llegó y mandó callar, deberían también ser conscientes de que la sociedad española no va a permanecer callada ante una tesitura en la que está en juego su bienestar económico y social.
Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues