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Tribuna
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Soneto de lo posible

Me cuenta Ignacio, amigo inteligente y hombre de bien, una jugosa historia que merece la pena conocerse y, sin duda, contribuye a que nos percatemos de cómo está el patio. Ignacio, además de primer ejecutivo de una excelente consultora, se ocupa de vez en cuando como profesor en el MBA de una prestigiosa escuela de negocios. Naturalmente, y como suele ser habitual, los alumnos le preguntan en muchas ocasiones asuntos relacionados con las materias que imparte y, además, le consultan sobre los más variados temas.

No hace demasiado tiempo, y mientras tomaban un café, un alumno (amable, muy aparente y cercano a los 30 años) le pidió que le aconsejara sobre 'quién debe llevarme' (sic). Como Ignacio no lo entendía y se había quedado traspuesto al escuchar la petición, el curtido alumno le concretó: 'Sí, hombre. Aconséjame, por favor, sobre el headhunter por el que debo fichar para que oriente y dirija mi carrera; porque, claro, alguien tendrá que guiarme en mis pasos profesionales para llegar pronto arriba, a lo más alto de la escalera'. Todavía no repuesto de la impresión, Ignacio le dijo que lo mejor era dejarse de manager o de lo que fuera y que, cumpliendo con su deber, se pusiera a trabajar sin descanso, que ya vendrían los ascensos. Sensato consejo, sí señor.

Pero más allá de la anécdota, que también tiene su miga, y del papel que han desempeñado las escuelas de negocio -y de la responsabilidad que tienen- en la formación de nuestros directivos, parece como si definitivamente nos hubiésemos perdido en todos los ámbitos, pero singularmente en el mundo de los negocios. Si reflexionamos, esa impresión cobra fuerza: creemos saber lo que nos pasa, pero no tenemos ni idea de cómo hincarle el diente a los inevitables problemas que los negocios, el trabajo y la propia vida nos plantean, haya o no crisis.

Como escribe con reflexivo y crítico acierto Zygmunt Bauman (El arte de la vida), '…el camino hacia la felicidad pasa por la tienda y, cuanto más exclusiva sea, mayor es la felicidad alcanzada. Alcanzar la felicidad significa adquirir cosas que otras personas no tienen la oportunidad ni la perspectiva de adquirir. La felicidad requiere la individualización'. Y algo así debe (o debía) de pensar el alumno de nuestra historia, que quería (o quiere) triunfar por encima de cualquier obstáculo con la imprescindible ayuda, eso sí, de un headhunter, una especie de guía o, al estilo de los deportistas de élite, de un manager encargado de conseguir en su salario ascensos económicos y sociales/empresariales de forma permanente. El cómo parece que no importa mucho.

Digo yo si estas actitudes no serán una manifestación de la posmodernidad ahora que, como escribe Ignacio Sotelo, parece que vuelve Keynes y que el Estado, con el dinero de todos, salva bancos y empresas, pero la propiedad, y con ella la capacidad de decidir, queda en manos privadas. No lo sé, e ignoro si alguien conoce la respuesta. Los hombres somos más propensos a creer lo que no entendemos, y las cosas oscuras y misteriosas tienen más atractivo a nuestros ojos que las claras y fáciles de comprender.

Algo de eso debería pasarle al futuro máster de nuestro relato, que se postula a sí mismo (¡pobrecito…!) como un firme candidato a CEO de los que utilizan el ascensor. En la gran empresa, los números uno suelen tener ascensores privados que los transportan directamente desde el aparcamiento a las inmediaciones de su despacho, en un recorrido non stop y viceversa.

Debe de ser duro esto de subir y bajar en ascensor sin cruzarse con nadie en el camino. Utilizar las escaleras siempre ofrece otras posibilidades: se saluda a la gente, se sabe quién hay en cada escalón, y se conoce a las personas que hacen esfuerzos y se preparan para subir de uno a otro; se descubre a los que no están seguros de nada y nunca se sabe si suben o bajan, a los que se van rezagando en la ascensión, y también a aquellos que, buscando atajos, decidieron escapar de la escalera o quedarse en algún rellano, o a los que ayudan a otros a subir y saben organizar la escalada.

Hay muchos números uno que, aunque sea cómodo y rápido, ya no utilizan el ascensor. No les gusta. Se han dado cuenta de que el elevador te aleja de la realidad de la empresa porque te deposita sin esfuerzo y sin reflexión en el lugar que tú eliges. Y te obliga a pasar por los pisos o plantas sin detenerte y sin ver directamente a las personas que trabajan en ellos. Seres humanos con ilusiones y cosas que decir/hacer. Empleados/personas con ideas que merecían y merecen la pena. Por eso, prefieren la escalera y, al parecer, desde que la recorren las empresas van mejor. Todo es posible, y lo cuenta Benedetti en un hermoso soneto: 'Puede ser que una vez/ en un desvelo/ descubramos que el mundo es una fiesta/ y encontremos al fin esa respuesta/ que desde siempre nos esconde el cielo'. Amén.

Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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