La crisis financiera y el Estado accionista
Los planes de rescate han vuelto a poner de actualidad una vieja cuestión del gobierno de las sociedades: el Estado como accionista. El autor reflexiona sobre los problemas que puede generar esta condición y que afectan a la libre competencia en el sistema financiero y al gobierno societario
Una de las consecuencias más notables de la actual crisis financiera es la puesta en marcha de planes de ayuda al sector financiero que contemplan la posibilidad de que el Estado adquiera acciones en las sociedades cotizadas de carácter financiero. Esta posibilidad ya se ha utilizado en Estados Unidos y en algunos países europeos. En España, la adquisición, por parte del Estado, de acciones y de otros títulos emitidos por entidades financieras se ha recogido en el artículo 2 del Real Decreto-Ley 7/2008, aunque se afirma que, de momento, no se utilizará esta medida.
La posibilidad de adquirir acciones -u otros títulos- constituye una medida obvia y directa para reforzar los recursos propios de las entidades financieras en crisis. Sin embargo, y a pesar de la simplicidad de la medida, no son pocos los problemas que puede generar. Algunos de esos problemas afectan a la libre competencia en el sistema financiero y al gobierno societario de las propias entidades financieras.
Los planes de rescate han vuelto a poner de actualidad una vieja cuestión del gobierno de las sociedades: el Estado como accionista. En realidad, la experiencia del Estado como accionista es tan vieja como la propia sociedad anónima, pero es lícito preguntarse hasta qué punto el Estado ha asimilado los cambios en el gobierno societario y qué medidas adoptará para preservar los rasgos positivos de ese modelo de gobierno.
El primer recelo, naturalmente, se refiere a la libre competencia en el sector: no se trata solamente de que estas adquisiciones de acciones puedan suponer ayudas de Estado, sino especialmente de que la existencia de sociedades en las que el Estado tenga una importante participación accionarial, en un sector especialmente regulado, y con las conexiones entre el organismo que ostente las participaciones accionariales y los supervisores financieros y los responsables de la política económica y monetaria, puede provocar, potencialmente, desigualdades informativas y de trato en el desarrollo de las actividades financieras. Es extraordinariamente importante, por ello, que queden totalmente separadas las funciones regulatorias de la posición del Estado como accionista de las sociedades que participan en el mercado.
Pero no es ése el único problema. Al convertirse en accionista, el Estado tiene que asumir una posición responsable en el buen gobierno de las sociedades. No puede afirmarse, como se ha hecho desde Estados Unidos, que el Estado va a ser un inversor pasivo. Si el Estado asume participaciones significativas en sociedades anónimas, ha de comportarse con responsabilidad y participar en la vida societaria.
Un Estado que obliga a los fondos de pensiones, o a las instituciones de inversión colectiva, a participar como accionista en las sociedades en las que tienen importantes inversiones no puede adoptar una actitud pasiva. Sería importante, por ello, que los organismos estatales que vayan a adquirir acciones en sociedades financieras adopten líneas de actuación como las recomendadas por la OCDE, de modo que el Estado se comporte como un accionista responsable, y que desarrolle sus actuaciones como accionista con arreglo a criterios definidos y previsibles. Tan dañino para el interés social puede ser que el Estado se comporte como un accionista que persigue fines políticos y extrasocietarios, como que el Estado haga dejación de sus derechos como accionista.
Además, el Estado ha de asegurar que existe transparencia e igualdad informativa entre los accionistas, en lugar de prevalerse de su condición para relacionarse con los administradores y acceder a información privilegiada sobre la sociedad. Al mismo tiempo, no es positivo que el Estado se involucre en la gestión diaria de las sociedades en las que invierta, sino que debe limitarse a controlar a los gestores mediante el ejercicio de los derechos que le corresponden como accionista. En particular, el Estado debería ejercer su influencia para que la remuneración de los administradores -que se ha convertido en una de las cuestiones más polémicas- favorezca el interés a largo plazo de la sociedad y evite los excesos que han caracterizado al sector en los últimos tiempos.
Por supuesto, estas breves consideraciones no agotan el catálogo de problemas relacionados con la condición del Estado como accionista: es preciso reflexionar sobre el régimen de las operaciones vinculadas y los contratos que las entidades financieras concluyan con el Estado, y sobre la posibilidad de que el Estado tenga participaciones accionariales en distintas sociedades competidoras, lo cual puede provocar conflictos particularmente intensos, especialmente si se plantean fusiones entre dichas sociedades.
José María Garrido. Catedrático de Derecho Mercantil, miembro del Foro Europeo de Gobierno Corporativo y consejero de Cuatrecasas