Trabajo frente a capital versión 2.0
Para un viejo sindicalista, las relaciones laborales consisten en el difícil pacto entre capital y trabajo, dentro de un lenguaje cuasi marxista. La traducción más moderna sería el concierto entre la empresa y sus empleados, tanto de forma colectiva como individual. Este cambio en el vocabulario refleja perfectamente cómo han cambiado las relaciones laborales en los últimos 30 años.
La transición heredaba la rígida estructura del papá Estado franquista, donde apenas existía el despido económico, sino únicamente el disciplinario, y la forma de contratación era única, grande e indefinida. Pero sobre todo no había sindicatos ni patronales independientes para concertar convenios colectivos ni huelga legítima como forma de presión.
Los primeros años del Gobierno del centrista Adolfo Suárez trajeron la libertad sindical y el derecho a la huelga, y la Constitución recogió el papel de la negociación colectiva. También llegaron los Pactos de la Moncloa, donde se acordó el modelo recurrente en los siguientes años de subida salarial ligada a la inflación prevista. Pero, sobre todo, se aprobó el Estatuto de los Trabajadores (1980), la biblia de las relaciones laborales.
A partir de entonces, los distintos Gobiernos, con diferentes reformas laborales del Estatuto, han tratado de compatibilizar la flexibilización (en la contratación y en el despido) con la creación de empleo. Pero no lo han tenido fácil, con los sindicatos dispuestos a empuñar el sable de la huelga general, y con recetas que no han conseguido que España deje de ser el país con más paro de toda Europa.
La legislatura inicial del Gobierno socialista trajo la reducción de la jornada a 40 horas semanales y la primera gran reforma laboral (1984). El Ministerio de Trabajo de Joaquín Almunia introdujo la flexibilización de la contratación, con la aparición del contrato a tiempo parcial, el de aprendizaje y el contrato temporal para el fomento del empleo, al que los sindicatos culpan de la alta temporalidad de los siguientes años.
Pero la gran batalla entre los sindicatos mayoritarios CC OO y UGT y el Gobierno socialista se libró el 14 de diciembre de 1988 (el 14-D) con motivo del intento del ministro Manuel Chaves de flexibilizar la contratación de los jóvenes con el conocido como 'contrato basura'. 'Era la gota que colmaba el vaso', explica Julián Ariza, dirigente de CC OO durante estos treinta años. Mientras el ministro de Economía Carlos Solchaga decía aquello de 'España es lugar donde cualquiera se puede hacer rico rápidamente' gracias al notable crecimiento económico, 'no se notaba la redistribución', asegura Ariza, 'y aumentaba la temporalidad'. La huelga fue un éxito y tumbó el proyecto cocido directamente en Ferraz.
En 1992, la reforma de la cobertura del desempleo, en un periodo de crisis y con un gasto en prestaciones por encima del 5% del PIB, le costó al Gobierno otra huelga general y fue el preludio de otro gran paro dos años después, tras la reforma laboral más profunda hasta la actualidad y cuando la tasa de desempleo llegaba al 24%.
La reforma de 1994, con José Antonio Griñán de ministro, amplía las causas de despido por razones organizativas y de necesidades de producción, además de por cuestiones técnicas y económicas. Aparte, se flexibilizan las relaciones laborales, trasladando a los convenios ámbitos que hasta entonces estaban regulados por ley: el reparto de la jornada, el tope máximo de horas o la remuneración de las horas extraordinarias.
En la actualidad, en los convenios se negocian, en primero lugar, las subidas salariales (incluido pluses de productividad o pagas de beneficios), bajo el Acuerdo Interconfederal de Negociación Colectiva que vincula los incrementos a la inflación prevista (un 2%) más las cláusulas de revisión si los precios se disparan. Así se ha mantenido una moderación salarial cercana al incremento de la productividad de las empresas en los últimos años. 'Han sido 30 años de política de moderación salarial', explica Ariza, con unos agentes sociales que se han modernizado, profesionalizado y han demostrado su responsabilidad con el crecimiento económico al alcanzar numerosos acuerdos.
Los convenios también se sofistican y recogen nuevos elementos como las prestaciones sociales complementarias o los planes de formación o de igualdad o si se hace uso de empresas de trabajo temporal (ETT).
La reforma de Griñán -aprobada pese a la huelga- trajo, respecto a la contratación, la ampliación del contrato de formación con una remuneración por debajo del salario mínimo interprofesional (una reedición del 'contrato basura' de 1988), la supresión el contrato temporal de fomento del empleo (vigente sólo para tres colectivos), disminuye la protección social para los contratos a tiempo parcial y permite la intermediación de las ETT. Esta sería la última reforma del Gobierno de Felipe González y la última no consensuada con los agentes sociales antes del decretazo de 2002.
Antes de la huelga general de 2002, con el PP en el poder, sindicatos y patronal llegaron en 1997 a un acuerdo en el que aparecía una nueva modalidad que fomentaba la contratación indefinida, pero con una indemnización por despido de 33 días por año trabajado, frente a los 45 de los anteriores.
Del fallido decretazo queda la desaparición del salario por tramitación hasta el fallo del juzgado si la empresa deposita la indemnización por despido improcedente, 'un despido libre, sin causa, pero caro', reconoce José Ignacio Pérez Infante, profesor de Mercado de Trabajo y director general de Empleo de 1985 a 1990. La última reforma, la de 2006, extiende la conversión de contratos temporales en indefinidos.
En el presente inmediato los sindicatos no quieren negociar una nueva reforma laboral o 'flexibilización' como ha solicitado la semana pasada el presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán. Pérez Infante sugiere reducir el uso del desvirtuado contrato por obra y servicio, que ha entrado en las entrañas de las empresas, y generalizar, a cambio, el contrato indefinido de 33 días de indemnización. Explica también que España va a la zaga en el trabajo a tiempo parcial, que es marginal, mal pagado y con una baja protección social.
Para el futuro, pende sobre el debate la extraña palabra flexiseguridad, impulsada por la Comisión Europea en la Agenda de Lisboa. Importada del modelo danés (con un 3,2% de paro), sugiere una mayor flexibilidad en las condiciones de empleo y despido para las empresas, a cambio de un potente sistema de protección de desempleo para el trabajador. Y el triángulo de oro danés se cierra con unas eficientes políticas activas de empleo, a través de la formación continua, para reducir el tiempo de paro.
Precisamente en políticas activas es donde España está a años luz de este modelo. De momento, los sindicatos son reticentes a oír la palabra flexiseguridad, en las antípodas del modelo español de los últimos 30 años.