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Tribuna
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El nuevo plan de reactivación del crédito en EE UU

El mayor error del Gobierno de EE UU en la gestión de la crisis está siendo tratar de resolver todos las dificultades al mismo tiempo y bajo los mismos planes, señala el autor. La solución está, en su opinión, en vincular cada uno de los planes, el antiguo TARP y ahora el TALF, a reparar cada uno de los problemas

En una de sus más célebres citas, Winston Churchill describió a EE UU como una nación en la 'que siempre se puede confiar que haga lo correcto, después de haber agotado el resto de alternativas'. Tras haber cumplido a rajatabla la segunda parte de la cita, el secretario del Tesoro saliente Henry Paulson está todavía a tiempo de cumplir la primera, suponiendo que encuentre finalmente un uso adecuado que dar al dinero que los contribuyentes americanos han puesto en sus manos.

A mediados del pasado mes de septiembre, Paulson anunció la creación de un Fondo para la Adquisición de Activos Dañados (TARP, por sus siglas en inglés), dotado con 700.000 millones. Su intención original era acometer adquisiciones masivas en un mercado casi cerrado, el de los denominados títulos respaldados por activos (ABS), bajo la confianza de que tras la descarga de liquidez el mercado recuperase su normal funcionamiento.

Inmediatamente, los economistas se dividieron en dos grupos: aquellos, incluido el propio Paulson, que estimaban que efectivamente la liquidez era el problema y las compras masivas la solución, y aquellos otros preocupados por la solvencia de las entidades, y que por ello defendían la necesidad de inyectar capital en las mismas. Ambos grupos tenían razón.

Durante los últimos meses, la combinación de problemas de liquidez y de solvencia ha producido un bucle corrosivo en el balance de las entidades. Las tensiones sobre la liquidez, derivadas del cierre de los mercados interbancarios pero también de la obligación de referenciar a un precio de mercado activos para los que no existían propiamente transacciones, llevó a las entidades a inundar el mercado con activos para los que apenas había demanda, hundiendo el precio de los mismos, y sufriendo las correspondientes pérdidas. El problema es que en cada giro del bucle, lo que entraba siendo un problema de liquidez salía convertido en un problema de solvencia. Ni la liquidez ni la solvencia acostumbran a viajar solas.

Esta interrelación fue rápidamente reconocida por el propio Paulson, quien de manera inadvertida ha corregido su plan original al destinar los fondos del TARP a reparar agujeros de solvencia: 250.000 millones se fueron en una inyección de capital en las principales entidades financieras, 25.000 más en el rescate de Citigroup, etcétera.

Conforme los fondos del TARP se han dilapidado en resolver los más urgentes problemas de solvencia, los de liquidez seguían sin respuesta. En este contexto surge el denominado TALF: en una acción conjunta la Fed y el Tesoro anunciaron el 25 de noviembre la utilización de 800.000 millones de dólares para la compra de títulos respaldados por activos (ABS). La idea es ya familiar: una descarga de liquidez, con el objetivo de que tras la misma el mercado recupere sus constantes vitales. Aunque esta vez la financiación será distinta: directamente del balance de la Fed, lo que asegura una mayor flexibilidad aunque tensionará el dólar y la evolución de las variables monetarias.

Las crisis convierten rápidamente en antiguo todo lo que van dejando atrás. Sería sorprendente que la misma idea lanzada en el mes de septiembre, reempaquetada ahora bajo un envoltorio distinto (TALF en lugar de TARP), tuviese efectos novedosos.

Seguramente, el mayor error en la gestión de la crisis está siendo tratar de resolver todos los problemas al mismo tiempo, y bajo los mismos planes, que mutan según las necesidades. Por ello, lo que el secretario del Tesoro debería hacer es vincular cada uno de los planes a reparar cada uno de los problemas. Destinar a la solvencia el antiguo TARP, inyectando masivamente capital bajo un plan homogéneo y coordinado que reforzase de una sola vez la capitalización del sistema financiero. Y utilizar el segundo plan, el nuevo TALF, sólo cuando la confianza en las entidades se hubiese restaurado, y para dirigir las descargas de liquidez hacia los canales de crédito más obturados.

De lo contrario, sin un fin claro vinculado, ya se vio como el antiguo TARP se convirtió en un pastel irresistible para los sectores en crisis, que, empezando por la industria automovilística de Detroit, solicitaron ser destinatarios de su ayuda. No sería de extrañar que el nuevo TALF sufriese las mismas tentaciones. Paulson corre el riesgo de agotar por segunda vez las mismas alternativas, antes de encontrar la correcta.

Isidoro Tapia. Consultor de Solchaga & Recio Asociados

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