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Tribuna
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Crisis financiera y agencias de calificación

El principal problema de esta crisis no está siendo la verificación de la malísima calidad de los activos malos, que son los menos, sino las dudas sobre si los que más abundan son buenísimos o simplemente buenos. Además, hemos constatado que la alta calidad de crédito de los activos no garantiza su liquidez y, en consecuencia, en el mundo del mark-to-market, su colapso es posible, pues los mejores activos pueden quemar las manos de los inversores cuando el mercado desaparece.

Dice una agencia de calificación que la máxima otorgable a un instrumento de deuda, a plazo de dos años, se corresponde con una probabilidad de impago del 0,0002%, es decir, dos entre un millón. Un escalón más abajo, la temible situación de pérdida del triple A, la probabilidad de impago es tres entre cien mil. No sé con qué margen de error se disparan cohetes a la Luna pero no debe ser muy inferior a ésta última; al fin y al cabo está ahí mismo, a 384.000 km de distancia. Pues bien, en el mundo de las finanzas también se toman decisiones con esa finura y nos permitimos llevar al sistema financiero al borde del precipicio por la pérdida de la máxima calificación de algunos entes.

Las técnicas de titulización han permitido una expansión desmesurada del crédito sin requerir capital como anclaje. Aunque esto no se ajusta al caso español, pues la mayoría de las operaciones no han salido del balance de las entidades. Adicionalmente, instrumentos distintos de la titulización pero con los que ésta comparte territorio, como las cédulas hipotecarias, han facilitado la financiación de las entidades en un mercado inundado de liquidez y ávido de mejoras de rentabilidad.

Globalmente hemos construido una gigantesca pirámide de crédito, invertida y apoyada sobre una limitada base de capital. El descubrimiento de que algún bloque de la pirámide estaba podrido y de que otros estarían antes o después contaminados ha extendido la desconfianza en la solidez del sistema. Pero, sin negar su importancia, creo que ahí no está la clave.

El auténtico riesgo de colapso no ha procedido de la muy cierta mala calidad de determinados activos sino del muy incierto juicio sobre si a otros, cuyo importe es abrumadoramente superior y que son inequívocamente de buena calidad, podría movérseles el tercer decimal de la probabilidad de fallido. Esto último ha provocado una espiral de depreciación-iliquidez de activos que ha quebrado la confianza, bloqueado los mercados de capital y llevado cerca del colapso a alguna entidad no necesariamente contaminada por activos basura. La cuestión es qué es lo que hace tan relevante al tercer decimal.

Los inversores, desbordados por el volumen, complejidad y variedad de las alternativas de inversión, delegan en la opinión de las AC, que en el mejor de los casos actúan como criba y, en el peor, para muchos inversores institucionales, como requisito de carácter estatutario. Lo que debía ser exclusivamente indicador de riesgo de crédito se ha convertido en herramienta de valoración, asignación y gestión a corto plazo.

Pero aún más, la importancia de los rating ha devenido crítica cuando la regulación y la supervisión de nuevo cuño han hecho girar la normativa financiera a su alrededor; me atrevería a decir que con escaso análisis de su significado. Entidades de crédito, empresas, entes públicos, Gobiernos, inversores, reguladores, supervisores, todos están atrapados en la pegajosa telaraña de los rating, de la que no parece fácil desprenderse sin caer al vacío.

Curiosa situación ésta en la cual todo el sistema financiero está regulado y supervisado, excepto las agencias de calificación, a pesar de ser determinantes en la formación de precios y de haberles asignado un papel central en la normativa de solvencia. Se han convertido en árbitros del sistema y ni siquiera están obligadas a revelar sus criterios ni justificar la coherencia de su análisis. Supervisamos y regulamos industrias que consideramos estratégicas intentando corregir ineficiencias del mercado, mientras nos quedamos en manos de unos entes que actúan casi como monopolio y cuyo simple anuncio de un posible cambio en la dirección de su opinión puede hundir una empresa, una industria o incluso un país: ejemplos hay.

Las agencias introducen un sesgo pro cíclico, especialmente en las crisis. Esto, por sabido, al menos debería ser reclamo para exigir mayor prudencia en sus cambios de opinión y modificación de hipótesis y modelos y también mayor sensibilidad sobre las consecuencias de su política informativa. No se trata de matar al mensajero, pero sí de exigir que sus comunicaciones cumplan un protocolo. Algo que ya hace tiempo Gobiernos, bancos centrales y empresas han hecho, pero que las agencias parecen ignorar.

También es exigible que retorne el sentido común y se pongan las calificaciones en su contexto de margen de error, pues quizás llegaríamos a la conclusión de que en la mayoría de los casos el análisis no da para ir más allá de un bueno, regular, malo y no pretender finuras resultantes de una coherencia formal que suele ocultar subjetividad en dosis inaceptables.

Si la alternativa es regular a las agencias o sacarlas de las normas, en particular de Basilea II, y no sólo de ahí pues se han colado en otros sitios, yo me inclino por lo segundo. En caso contrario, si decidimos hacer normas en las que el tercer decimal es relevante no nos quedará más remedio que regular con similar finura los entes y/o modelos de los que tales resultados emergen. Claro que siendo más radicales, al menos en lo que se refiere a solvencia, podríamos optar por una vuelta a las reglas simples y gruesas, pues está por demostrar que determinadas finuras resulten en mayor eficiencia y estabilidad del sistema financiero.

José Antonio Trujillo del Valle. Presidente de Intermoney Titulización SGFT

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